La reconstrucción de la economía
«Los retos a los que se enfrenta la economía española no son menores. Exigen sinceridad, transparencia, coherencia y previsibilidad. Son demasiadas las incertidumbres externas para que la política nacional contribuya a aumentar el desconcierto por sus continuos cambios y ocurrencias. Familias y empresas requieren estabilidad normativa y seguridad regulatoria. Se precisa un plan económico negociado con la oposición. Y no un decreto de urgencia semanal»
LA economía española se ha enfrentado en los últimos diez años a tres cisnes negros, a tres sucesos de bajísima probabilidad y brutal poder destructivo, crisis financiera, Covid-19 y ahora la invasión rusa de Ucrania. España, como todo el mundo, aunque el impacto y las respuestas políticas no hayan sido necesariamente similares. Del primer ‘shock’ salimos con políticas de ajuste, saneamiento y recuperación de la competitividad tras una fuerte devaluación interna. Del segundo, gracias a la ayuda europea, una política monetaria extraordinariamente expansiva y el nacimiento de una política fiscal en la Zona Euro, los fondos europeos Next Generation sobre cuya utilización adecuada hay demasiadas sombras y excesiva propaganda. Del tercero, aún no sabemos cómo, porque la incoherencia e imprevisibilidad se han convertido en imagen de marca del presidente del Gobierno. En los tres casos, el retraso en el reconocimiento de la realidad nos ha salido muy caro. La factura completa está aún por pagar, reflejada en ochenta puntos de incremento del ratio deuda PIB en estos años, hasta el 120 por ciento, y en las contingencias fiscales implícitas en las cuentas de la Seguridad Social y el ICO. Una verdadera losa sobre el crecimiento futuro.
La situación económica real a la vuelta de este verano de alegría pos-Covid es fácil de describir. Una economía que se estanca, con la industria y comercio ya en plena recesión, un mercado de trabajo que empieza a crear parados, una inflación desbordada que nos empobrece a todos y eleva el descontento social, unos tipos de interés que encarecen el endeudamiento de familias, empresas y sector público, y una voracidad impositiva inexplicable, solo destinada a financiar a la mayoría parlamentaria que sostiene el Gobierno y a asegurar la fidelidad clientelar de sus electores.
Mientras tanto, el entorno internacional ha cambiado radicalmente. En su reunión anual a finales de agosto entre las praderas y ríos de Wyoming, los banqueros centrales han reconocido su error con una inflación que se consideró transitoria, y preocupados por haber dejado salir al monstruo de la botella, se apresuran a endurecer sus políticas, dispuestos a sacrificar crecimiento y empleo todo lo que haga falta. En consecuencia, veremos tipos de interés más altos durante más tiempo, tipos claramente restrictivos. Se han acabado los mensajes adanistas sobre una nueva economía de tipos cero y crecimiento infinito tan a gusto de los vendedores de ilusión. Un duro mensaje que las bolsas han entendido a su pesar y procedido a corregir consecuentemente sus valoraciones. Porque los bancos centrales no pueden renunciar a su razón de ser. Aunque haya quien quiera limitar su independencia y ponerlos, como la Justicia, al servicio del pueblo y los polvos del camino.
Por su parte algunos gobiernos sensatos, ¡qué envidia!, se han apresurado a racionalizar sus políticas fiscales, reduciendo gastos, desindexando ingresos para devolver a los ciudadanos la recaudación extraordinaria de la inflación, el impuesto silente, y focalizando las ayudas a los grupos sociales más vulnerables. Pero sin olvidar varios principios básicos. Primero, el déficit público no es progresista, sino solo una transferencia forzosa de renta de las generaciones futuras para que las actuales intenten mantener su nivel de vida. Segundo, la inflación supone una inevitable pérdida real de renta de los ciudadanos, la política económica no puede eliminar ese empobrecimiento colectivo sino solo acotarlo y distribuirlo en el tiempo y entre sus ciudadanos. Tercero, acabar con un choque inflacionista de magnitud como el actual exige un período de crecimiento y empleo por debajo del potencial. Intentar evitarlo solo alargará el período inflacionista y encarecerá el ajuste final. Y cuarto, la política fiscal debe contribuir a la estabilización. Si un plan de consolidación fiscal de la economía española era conveniente en el mediano plazo, ahora se ha hecho urgente. Por difícil que sea en período electoral, ¿pero cuando no estamos en elecciones en España? Urgente antes de que nos lo exijan para evitar una repetición de la crisis del euro. El mercado ya le ha dado un susto al Tesoro español en la última subasta de deuda subiendo el tipo a 10 años casi 100 puntos básicos en un mes.
La guerra de Ucrania será larga. El precio del gas seguirá alto. Europa tiene que disminuir su consumo de gas y su dependencia del gas ruso. Todos los gobiernos europeos han tenido o tendrán la tentación de hacerse trampas en el solitario e importar en Europa un nefasto invento argentino, la inflación reprimida. Como el precio ha subido, cambiemos la forma de medirlo o pongámosle topes artificiales. Topes que implican una pérdida real para alguien y finalmente un aumento de la deuda pública. Treinta y seis mil millones llegó a alcanzar el déficit de la tarifa cuando el anterior gobierno socialista subsidió la tarifa eléctrica. Una cifra que palidece ante las estimaciones del coste de mantener las políticas actuales.
La política energética tiene hoy tres objetivos incompatibles: emisiones cero, garantía de suministro y desinflación. Como ha descubierto la Comisión cuando ha querido acometer una reforma exprés del sistema energético europeo. Los objetivos de descarbonización tendrán que revisarse, disminuir los precios de los derechos de emisión, recuperar la contribución de la generación nuclear, acelerar el almacenamiento hidráulico, revisar los subsidios a las renovables, fomentar el autoconsumo. Pero nada de esto puede hacerse de urgencia, ni contribuirá a desvincular a Europa del gas ruso hoy, ni facilitará ganar la guerra. Si abandonamos la demagogia y el populismo, concluiremos que Europa se ve abocada a reducir su consumo energético. Y para ello, no se ha inventado mejor mecanismo, en términos de eficiencia y de equidad, que dejar funcionar el sistema de precios. La alternativa es el favoritismo, el clientelismo, la politización de la energía, una receta segura para el desastre.
Parece evidente que los retos a los que se enfrenta la economía no son menores. Como también lo es que la deriva ideológica de la actual mayoría parlamentaria, una rareza en nuestro entorno que nos acerca al bolivarismo iberoamericano, no es la mejor credencial para afrontar con éxito la necesaria reconstrucción económica. La estanflación es una amenaza cierta, su gestión política requiere mucha negociación y amplios consensos sociales. Pero exige sobre todo, sinceridad, transparencia, coherencia y previsibilidad. Son demasiadas las incertidumbres externas para que la política nacional contribuya a aumentar el desconcierto por sus continuos cambios y ocurrencias. Familias y empresas requieren estabilidad normativa y seguridad regulatoria para adaptar su comportamiento, sus pautas de consumo y su decisiones de inversión, a la nueva situación. Necesitan un plan económico negociado con la oposición. Y no un decreto de urgencia semanal. Sin él, los meses que quedan hasta el cambio de gobierno se harán muy largos.