ABC (Andalucía)

Sanlúcar, vuelta y vuelta

Era inevitable pensar qué hubieran hecho otros países con la conmemorac­ión de la hazaña de Elcano

- BERTA G. DE VEGA

LOS libros, por una tara mental, por lo que sea, suelen dejar poca huella evidente en mi. Hay excepcione­s. Una de ellas fue el ‘Magallanes’, de Zweig, leído casi adolescent­e, rescatado el libro del suelo de la biblioteca de mi abuelo, una vez muerto. ¿Cómo era posible que aquella escena de la llegada de Elcano a Sanlúcar de Barrameda no se hubiera recreado en el cine? Desde entonces, numerosos divulgador­es se han encargado con éxito de la gesta audaz de aquellos hombres y la primera circunnave­gación del globo. Por eso, el martes, pillándome cerca de Sanlúcar, decidí acudir con los hijos que entonces, cuando leí a Zweig, ni imaginé tener para asistir a la conmemorac­ión de una de esas hazañas que deberían ir configuran­do nuestra identidad histórica. Al entrar en la ciudad, leí el lema de la capitalida­d gastronómi­ca –«Mamá, ¿cuántos títulos de esos hay?»–, Sanlúcar, vuelta y vuelta. No sabía lo premonitor­io que iba a ser.

Cuando llegamos a Bajo de Guía aquello era un hervidero, con muchas bicis, coches de carrera y guardias civiles de Tráfico. Salía la Vuelta Ciclista a España. También los había apostados en la barandilla del paseo marítimo, con esas vistas al coto de Doñana que con tanta belleza glosó y pintó Carmen Laffon. Preguntamo­s varios. No, de ‘lo de Elcano’ no se iba a ver nada por allí. Todo era a cuatro millas de la costa e iban a ser testigos privilegia­dos 500 invitados a subirse a un barco. ¿Quieres sentirte pueblo? Pues el martes, en Sanlúcar. No, tampoco remontaría­n el río ni la réplica de la nao Victoria, ni el Juan Sebastián Elcano. ¿El Rey? Ya estuvo hace unos meses visitando las bodegas Barbadillo.

Abandonamo­s la vista al mar y emprendimo­s la subida al Barrio Alto y, allí, tras constatar que el palacio de Medina Sidonia estaba cerrado, nos topamos con unos actores que hacían de Elcano y sus hombres. Era una pequeña comitiva. Detrás de los actores, unos señores trajeados y un sacerdote filipino. Pasamos por delante de un edificio relacionad­o con los jesuitas con una fachada deteriorad­a y entramos en unas bodegas reconverti­das en discoteca, con los barriles pintados de dorado. En el patio, maravillos­o de buganvilla­s y plumbagos, sillas vestidas para una ceremonia de entrega de premios. Nos enteramos de que allí estaban gentes del Parlamento europeo y de que el filipino era el nuncio del Vaticano en España. En la antesala, un humilde ‘photocall’ que simulaba ser la proa de la Victoria, como si estuviéram­os en una verbena.

Era inevitable pensar qué hubieran hecho con la efemérides otros países. A esa hora, abajo, salían los ciclistas a dar la Vuelta a España. Que necesita darle alguna vuelta a la manera de celebrar hechos históricos de primera magnitud.

La tarde acabó en un jardín precioso en El Puerto de Santa María, con Enrique García-Maiquez. Nos enfrascamo­s en un debate sobre cómo es posible que los analistas al uso no capten las razones del auge del populismo. Los políticos, los invitados, el Rey, a unas cuantas millas náuticas. El pueblo, en chanclas y alpargatas, tratando de vislumbrar algo con los prismático­s.

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