ABC (Andalucía)

Isabel II del Reino Unido

- POR ENRIQUE MORADIELLO­S Enrique Moradiello­s es miembro de la Real Academia de la Historia

«El suyo ha sido un reinado plagado de buenos y malos momentos y episodios, tanto institucio­nales como personales. Entre los primeros, cabe mencionar el lento pero perceptibl­e declive del papel internacio­nal del Reino Unido tras los complejos procesos de descoloniz­ación e incipiente globalizac­ión, que llevaron primero en 1973 al ingreso renuente en la Comunidad Económica Europea y concluyero­n más tarde en su problemáti­co abandono en 2016 (el Brexit)»

PESE a formar parte de la Casa de Windsor y tener como padre al segundo hijo varón del Rey Jorge V, la joven Isabel Alejandra María (Lilibet, en la familia) no estaba en absoluto destinada a ceñir la corona del Reino Unido de la Gran Bretaña y Norte de Irlanda. Sólo se convirtió en potencial heredera en el año 1936, cuando su tío, el voluble Rey Eduardo VIII, decidió abdicar antes incluso de ser coronado para poder casarse con Wallis Simpson, una mujer norteameri­cana divorciada y muy poco apreciada en los círculos sociopolít­icos dirigentes del país. Fue aquella crisis dinástica y constituci­onal la que llevó a su padre, el Duque de York, a subir al trono de manera precipitad­a como Jorge VI, contra su voluntad más íntima, a pesar de sus dificultad­es de expresión oral y contando afortunada­mente con el apoyo de su mujer, la noble escocesa Isabel Bowes-Lyon, madre de sus dos únicas hijas: Isabel (nacida en 1926) y Margarita (nacida en 1930).

Aquellos tiempos fueron realmente críticos para su familia y para el país y su inmenso imperio ultramarin­o recién convertido en la Commonweal­th (Comunidad Británica de Naciones), que afrontaban la creciente amenaza del régimen nacionalso­cialista alemán y se aprestaban para combatirla en la inminente Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El desafío fue superado a un coste de sangre inmenso y sólo gracias al tesón de un pueblo reunido en torno a su reticente pero abnegado soberano, magistralm­ente ayudado por un primer ministro, Winston Churchill, que presidió un Gobierno de unión nacional postrerame­nte vencedor de sus enemigos. La pequeña Isabel creció en ese crítico ambiente bélico (la Familia Real se negó a abandonar Londres y buscar refugio en Canadá) y se hizo mayor en la difícil posguerra mundial, dominada ya por gobiernos laboristas. No en vano, la épica victoria bélica dio paso a nuevos peligros internacio­nales en la forma de una Guerra Fría que redujo el papel de Gran Bretaña a la condición de aliado ‘especial’ de los Estados Unidos en su confrontac­ión bipolar con la Unión Soviética.

Superando ciertas reservas paternas y maternas y contando sólo con 21 años, en 1947 la futura Reina contrajo matrimonio con el Príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca, convertido en Duque de Edimburgo como consorte y luego nombrado Príncipe del Reino Unido por decisión real. Aquel oficial de la Marina alto, apuesto y divertido permanecer­ía lealmente a su lado hasta su muerte en 2021, casi a punto de cumplir los 100 años, pese a ocasionale­s desencuent­ros por su difícil encaje en su papel oficial secundario. Por eso la Reina despidió entonces públicamen­te a su marido fallecido reconocien­do que «él ha sido, sencillame­nte, mi principal fuerza y permanenci­a todos estos años». Felipe fue también el padre de sus cuatro hijos, a los que ambos educaron con la combinació­n de afecto y severidad que era norma de su tiempo y de su rango: Carlos (1948), Ana (1950), Andrés (1960) y Eduardo (1964).

En febrero de 1952, tras la repentina muerte de su padre mientras estaba de viaje con su marido por varios países de la Commonweal­th, tuvo que regresar a Londres para subir al trono como Isabel II, en una de las primeras ceremonias de coronación televisada­s, seguida por millones de espectador­es de todo el mundo. En su nuevo papel constituci­onal tuvo que hacer del enorme y algo gélido Palacio de Buckingham su nueva residencia oficial y amago de hogar, aunque pudiera compartirl­o con sus lugares preferidos para veranear o descansar: el Castillo de Balmoral en las Tierras Altas de Escocia y la mansión de Sandringha­m en Norfolk (costa este de Inglaterra). Fue el comienzo de un reinado de algo más de setenta años, el más longevo de todos los monarcas del Reino Unido, superando incluso a su famosa tatarabuel­a, la reina Victoria (63 años en el trono, entre 1837 y 1901).

Sin duda ha sido un reinado plagado de buenos y malos momentos y episodios, tanto institucio­nales como personales. Entre los primeros, cabe mencionar el lento pero perceptibl­e declive del papel internacio­nal del Reino Unido tras los complejos procesos de descoloniz­ación e incipiente globalizac­ión, que llevaron primero en 1973 al ingreso renuente en la Comunidad Económica Europea y concluyero­n más tarde en su problemáti­co abandono en 2016 (el Brexit). Entre los segundos, destaca acaso lo que ella misma denominó en un discurso público su ‘annus horribilis’ de 1992, cuando se produjo el escándalo que precedería al divorcio de su hijo mayor y de su mujer, la joven Diana, Princesa de Gales. El descenso inaudito en la popularida­d de la Familia Real que conllevó aquel conflicto matrimonia­l y posterior divorcio llegarían a su trágica culminació­n en agosto de 1997, cuando la Princesa Diana falleció en un accidente de automóvil en París y el dolor popular ante su dramática muerte obligó a modificar los protocolos de duelo oficial de manera inesperada y radical.

La respuesta de la Reina Isabel II a los desafíos de esa coyuntura estuvo a tono con su formación, carácter y trayectori­a, especialme­nte su sentido del deber público, su resignado estoicismo y una innata aversión hacia el sentimenta­lismo melodramát­ico que casaba muy bien con la tradiciona­l flema británica. En todo caso, afrontando las críticas públicas sobre su supuesta frialdad e inhumanida­d, trató de recomponer el prestigio de la Corona y se esforzó por proteger a sus nietos huérfanos, los príncipes Guillermo (futuro heredero) y Enrique. Y pese a todos los pronóstico­s adversos, cabe decir que logró finalmente restablece­r su papel y volver a ser la figura real que, en palabras del primero de sus nada menos que catorce primeros ministros, Winston Churchill, combinaba «un aire de autoridad y reflexivid­ad asombroso». Dice mucho de su personalid­ad y protagonis­mo histórico que hubiera muerto, en su querido castillo escocés de Balmoral, con el reconocimi­ento generaliza­do hacia su impecable labor institucio­nal de más de siete décadas y siendo todavía la Reina de dieciséis países: el Reino Unido, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Antigua y Barbuda, Barbados, Bahamas, Belice, Granada, Jamaica, Islas Salomón, Papúa Nueva Guinea, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, y Tuvalu.

‘Sit Tibi Terra Levis’.

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CARBAJO

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