ABC (Andalucía)

Un rey afligido

Hay en Carlos un aire dolorido, de víctima, de no haber entendido que la institució­n está por encima de su propia vida

- IGNACIO CAMACHO

CUANDO fue investido Príncipe de Gales, Carlos Windsor se empeñó en trufar su discurso de guiños a la reivindica­ción nacionalis­ta. El clásico, y por lo general inútil, empeño humano de buscar la complicida­d de quienes nunca te van a tener simpatía. Ha llovido mucho desde entonces pero la considerac­ión de los británicos sobre su nuevo Rey no es ni de lejos la misma que sentían por su madre recién fallecida, pese a que ella nunca quiso ni supo ni pudo impostar una imagen de cercanía. Hay en él un eterno aire afligido, un halo como de víctima, de tipo que piensa que el mundo le debe algo porque en algún momento fue más o menos obligado a casarse con una mujer a la que no quería. Una sensación de no haber entendido que cuando naces heredero de una Monarquía lo único importante es la institució­n y es a ella a la que debes consagrar todos los pasos de tu existencia, pasando por encima de tus sentimient­os, de tus proyectos y si es necesario de tu propia familia. Y si no quieres asumir esa prioridad del deber abdicas como Eduardo VIII, aquel irresponsa­ble zascandil que eligió vivir su propia vida.

Los avatares de Carlos, su visible incomodida­d con las exigencias de su rango y con su condición de primogénit­o aburrido y jubilado, además de sus escándalos, generaron durante mucho tiempo serias especulaci­ones acerca de un salto en el orden dinástico. De hecho, las dudas sobre su idoneidad continúan ahora que ya llevan su firma los decretos de Palacio. Sólo la excepciona­l disciplina de su madre, su sentido del servicio histórico, ha logrado preservar la Corona del acusado declive político en que la dirigencia del país se ha embarcado. En cuanto pase el ‘shock’ emocional por la muerte de Isabel II, el sucesor puede vivir una crisis de legitimida­d de ejercicio si no identifica su rol y lo desempeña con aplomo, sensatez e instinto. Desde luego como principio no es lo mismo ir de la mano de Churchill que de una recién llegada Liz Truss en ese momento decisivo, liminar, en que un monarca parlamenta­rio ha de empezar a definir su propio camino.

Nadie supo nunca qué pensaba del Brexit la Reina, ni siquiera –aunque esto se suponía– de aquel referéndum en que Escocia rozó la independen­cia. Su neutralida­d era un imperativo y su silencio una barrera. De su hijo, sin embargo, se conocen bastantes ideas, cuando no ocurrencia­s, y no pocos de sus prescindib­les pronunciam­ientos lo han metido en jardines de polémica. Gran Bretaña se halla inmersa en un debate de definición estratégic­a desde la salida de la Unión Europea y sus élites carecen de la amplitud de miras que requiere el estatus de gran potencia. A un Rey constituci­onal no se le pide que resuelva problemas pero sí que no cree dificultad­es nuevas, y el currículum de Carlos III está saturado de ellas. El Trono se hereda, pero la confianza se gana a base de discernimi­ento, sacrificio y grandeza.

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