ABC (Andalucía)

RECUERDOS DE UNA VIDA CON LA REINA A LA SOMBRA DE SAN PABLO

En la City coincidió un multitudin­ario oficio religioso con los habituales del ‘afterwork’

- Por ISABEL GUTIÉRREZ

No sólo fue el tronar de los 96 cañonazos (uno por cada año de vida de la difunta Isabel II) que, a la una del mediodía del día D enmudeció a miles de personas a la puertas del Palacio de Buckingham, el sonido que ejemplific­ó una jornada histórica; ni siquiera los ‘vivas’ al Rey Carlos III y a la Reina (¿Camila?) en cuanto el primogénit­o de la Monarca y su esposa se bajaron del coche a las puertas de palacio para saludar al pueblo y recorrer con la mirada, y unos pocos pasitos, la creciente fila de ramos de rosas, lirios, azaleas, narcisos... que prácticame­nte agotaron las existencia­s de flores de Londres. Una estampa, al cabo, que tanto evocaba a aquella de 25 años atrás, cuando era Lady Di la más llorada y la Reina de Inglaterra quien pasaba revista a las flores.

Muy al contrario de lo que se esperaba de tan solemne jornada, fueron los ‘ruidos’ de siempre los que medían el pulso de la ciudadanía: los del tráfico, las sirenas de Policía, el rap a todo volumen desde algún coche de cristales tintados o las sonoras carcajadas de quienes ya se habían metido al cuerpo varias pintas de cerveza en el sagrado ‘afterwork’ del viernes... Ruidos molestos, como siempre, pero benditos ruidos en estos días de zozobra.

Los londinense­s ayer salieron llorados de casa y se mostraron tan flemáticos como el tópico. La vida sigue, aunque el 8 de septiembre se parara para su Reina. Y ante la pregunta de «¿qué sienten el día después del fallecimie­nto de Isabel II?», la respuesta era casi unánime, más allá de edades, orígenes o estatus económico: «Tristeza y agradecimi­ento por una vida de entrega a la nación».

Sin embargo, tanto en el Palacio de Buckingham como en el otro epicentro de los actos de la jornada, la catedral de San Pablo, en plena City, los matices a un discurso unánime de admiración y reconocimi­ento llegaron cuando la pregunta era: «¿Y qué esperan de Carlos III, el nuevo Rey?». Para un veinteañer­o llamado Henry, a quien acompañaba su novia Henriette, «Carlos no me gusta tanto como su madre, quien para los de mi generación era como una abuela. El nuevo Rey me parece que se mete demasiado en asuntos políticos y ya cansa con sus proclamas ecologista­s».

Otros chavales de su quinta, que guardaban la fila para entrar en el mismo templo en el que Carlos de Inglaterra y Diana de Gales oficiaron su fallido matrimonio, optaron por la discreción: «Habrá que ver cómo lo hace, prefiero no opinar», decía una rubia pizpireta llamada Nelly poco antes de sumarse al oficio religioso que a las seis de la tarde congregó a 2.000 ciudadanos y al Gobierno de la nueva ‘premier’ Liz Truss.

«Un buen tipo»

Frente a tamaño escepticis­mo de la muchachada, en la misma fila que se dirigía a la catedral de San Pablo había quienes, entrados en la cincuenten­a, daban al nuevo Monarca el beneficio de la duda y hasta quienes les parecía «un buen tipo», como decía con convencimi­ento John, mientras agarraba de la mano a Archi, un pequeñajo de cinco años a quien su padre acaba de recoger del cole para llevarle al oficio: «Me lo traigo, primero porque este día ya no se le va a olvidar en la vida; y, segundo, porque es una buena manera de aprender a honrar la memoria de las personas importante­s no solo para esta nación, sino para el mundo entero. Yo, desde aquí, quiero dar las gracias a la Reina por su entrega y generosida­d. ¡Si hace dos días seguía trabajando!».

‘La Reina ha muerto’, cantaban con malicia los Smiths en plenos años ochenta. «La Reina ha muerto y siempre la echaremos de menos», dice el grueso de quienes dan su opinión a la prensa. Y, lo que es más, estos días han puesto en pausa críticas y lamentos ante un decepciona­nte presente marcado por la inflación y la crisis, y la incertidum­bre de lo que aún está por llegar.

La ceremonia religiosa en la catedral de San Pablo, austera y contenida, llegó a su fin al tiempo que en los callejones cercanos al edificio Gherkin, ese rutilante supositori­o de cristal y acero que da sombra a algunos de los pubs más ruidosos y concurrido­s de la City, las buenas costumbres seguían funcionand­o como siempre: charlas a pie de calle en las que no faltó la cerveza. ¿La diferencia?

El viernes era obligado brindar por Isabel II, pues, como dicen jóvenes y mayores, «crecimos con ella» y «hemos pasado toda una vida con la Reina».

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