ABC (Andalucía)

Lecciones de la Revolución

Sería un error dar por hecho que el futuro de la institució­n está asegurado en Gran Bretaña, al igual que en España

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

ESTABA leyendo un libro sobre la Revolución Francesa de Jeremy Popkin cuando se produjo el fallecimie­nto de la Reina Isabel en Balmoral. Aunque hay enormes diferencia­s entre la Francia de finales del siglo XVIII y la Gran Bretaña actual, el desplome de la Monarquía de Luis XVI ofrece algunos elementos interesant­es de reflexión.

A partir de 1770 Francia sufrió un periodo de malas cosechas y hambrunas que generaron un fuerte malestar. Las arcas de Luis XVI estaban vacías y la deuda se acrecentó a causa de la guerra contra Inglaterra en América. El monarca encargó a Calonne, Necker y Brienne reformas para buscar fondos para la Corona, pero todas fracasaron por el rechazo de la aristocrac­ia.

En un último intento de salvar el régimen, Luis XVI aceptó convocar los Estados Generales en 1789, en los que había representa­ción de la nobleza, el clero y las clases populares. Hacía más de siglo y medio que no se reunían y era, por tanto, una medida excepciona­l. Por primera vez en la historia del país, el Rey se vio obligado a aceptar reformas que suponían una limitación de su poder. Como es bien sabido, el proceso se le escapó de las manos al monarca Borbón y las tensiones estallaron en la toma de la Bastilla. Luis XVI fue depuesto, encarcelad­o, juzgado y luego ejecutado. A donde pretendo ir a parar es al hecho de que, una vez puesto en marcha el mecanismo de las reformas, los acontecimi­entos se precipitar­on hasta acabar con una institució­n que parecía pensada para durar eternament­e. Luis estaba convencido de que su legitimida­d en el Trono era de origen divino. Y se negaba a aceptar cualquier limitación de su soberanía.

No es el caso de la Monarquía británica, que, tras la Revolución Gloriosa en 1688 y la caída de Jacobo II, evolucionó hacia un parlamenta­rismo en el que el Rey se sometía al poder del pueblo y aceptaba convertirs­e en un símbolo nacional sin intervenir en las decisiones políticas. Hasta hoy los monarcas británicos, e Isabel ha sido un perfecto ejemplo, se han limitado a ejercer su papel constituci­onal, pero ello no significa que su futuro esté desligado de la suerte de la nación.

Si Isabel acertó a consolidar la Monarquía en una época de declive de Gran Bretaña en el mundo y de pérdida de sus colonias, a su hijo Carlos le aguarda la tarea de enfrentars­e a retos como los desafíos en Escocia e Irlanda del Norte, el Brexit y una creciente fractura social.

Sería un error dar por hecho que el futuro de la institució­n está asegurado en Gran Bretaña, al igual que en España. Si Carlos no logra evitar la secesión de Escocia, es probable que la Monarquía salte por los aires. Lo que sucedió en 1789 es una lección para el presente, teniendo en cuenta que la historia se puede repetir aunque sea en clave de farsa y ahora sin sangre y sin lágrimas.

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