LA CESTA DE LAS OCURRENCIAS
Lejos de estos atajos de corte populista contra la inflación, lo importante es que funcione la competencia y que los supermercados compitan entre sí por ofrecer mejores precios
EN un presunto intento por aplacar el maremoto inflacionista, parte del Gobierno ha pedido poner un tope a la cesta de la compra a través del límite al precio en productos de primera necesidad. La medida –que en una pocas horas ha mutado de la imposición a la sugerencia, una vez que se le advirtió de la ilegalidad manifiesta de la propuesta– persigue una cesta de la compra de precio limitado hasta después de la Navidad, según especificó Yolanda Díaz, promotora de la idea, que ahora templa gaitas y recoge velas. Lo hace una vez que la idea ha sido desechada mayoritariamente por los sectores de la producción y la distribución al generar severas contraindicaciones y notables riesgos que, en este momento, no conviene asumir. La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia ya ha advertido de que la legislación prohíbe acuerdos entre operadores destinados a la fijación de precios, «que podrían llegar a constituir un cártel», con lo que el pacto entre grandes superficies que ha terminado por sugerir Díaz también embarranca. Estrictamente, la idea no hay por dónde cogerla.
Es indudable que cualquier medida intervencionista alienta el surgimiento de mercados negros que traten de fintar la imposición y el ajuste de los márgenes de beneficio en toda la cadena alimentaria, del campo a la tienda. Naturalmente, los productores verían mermado el precio al que pueden vender sus productos, lo que tendría consecuencia inmediata en el empleo que genera el sector primario, como han avisado desde los sindicatos y la patronal del campo. El impacto en el pequeño comercio, por otra parte, sería letal, casi su puntilla. Esas contraindicaciones son las mismas que han expresado no menos de cuatro ministerios (Economía, Hacienda, Defensa y Agricultura) pues la idea ha vuelto a abrir en canal la cohesión dentro del Gobierno que, pese a los reproches de los ministros antes mencionados, terminó por ‘medio-bendecir’ por boca de su portavoz la propuesta de Díaz, que está en plena promoción de su neonata marca electoral (Sumar), y que una vez más trata de capitalizar el impacto popular de que bajen los precios. Es la razón de ser de los populistas, está en su ADN, son incapaces de distinguir entre oferta y demanda, o entre el coste del beneficio, pero siempre hallan un mullido colchón para la demagogia.
Hay un segundo impacto de la ocurrencia: que los distribuidores y productores queden en mal lugar, como ‘los malos de la película’, una vez que sin haber elaborado cálculo previo alguno y sin consultar antes con ningún agente del sector, Díaz, con la irrelevante ayuda del ministro Garzón, asegure que los precios se pueden bajar perfectamente. De nuevo, la cruzada contra los «poderosos», «las fuerzas oscuras» y el resto de los fantasmagóricos enemigos que elige parte del Gobierno para victimizarse y tapar sus errores de gestión. Si quiere que baje de inmediato el precio de la cesta de la compra, el Ejecutivo lo tiene fácil bajando el IVA. Hasta mayo Hacienda recaudó un 21 por ciento más gracias a la disparada corriente inflacionista.
Lejos de estos atajos de corte populista, lo importante en este momento crítico es que funcione la competencia, lo que puede dar lugar a una mayor estabilidad de los costes que derive en una merma sustantiva de la inflación si los supermercados compiten entre sí por ofrecer mejores precios. El camino contrario, fijar los precios desde el Ejecutivo interviniendo el mercado recuerda demasiado a la Cuba castrista o a la Venezuela chavista: primero imponer precios y luego qué, ¿racionamiento? Históricamente, ese sendero ha conducido siempre a pobreza.