ABC (Andalucía)

Lecciones de la Universida­d de Granada

- POR JUAN CARLOS GIRAUTA

Hay que pensar en lo del jueves en Granada. No tanto en los cafres que fueron a cancelar a Macarena Olona, pues cafres los ha habido siempre, como en la pringosa élite que procesó los hechos. Olona, usted que me está leyendo, o yo, tenemos todo el derecho a dar una charla allá donde nos inviten. ¿No? No. Tal derecho ya no existe

LA izquierda no aceptará el resultado de las elecciones generales. Quien no lo haya inducido a partir de las mil exhibicion­es autocrátic­as del sanchismo quizá lo intuya con lo sucedido el jueves en Granada. Cada uno se toma su tiempo, máxime si la conclusión es tan grave como el asilvestra­miento definitivo de los representa­ntes de media España. Así que a lo mejor se les ha escapado a muchos la corrupción de las institucio­nes vía colonizaci­ón ideológica, se han perdido el desprestig­io creciente de los valores constituci­onales, no se han enterado de que a este régimen le repele la división de poderes, no perciben la consagraci­ón de una nueva regla implícita según la cual la clase política de izquierdas o nacionalis­ta debería ser impune. O sea, a ellos no habría que aplicarles el Código Penal, y si los jueces se empeñan en hacerlo, el indulto es obligado. Uno entiende que al lego se le escapen las diferencia­s entre discrecion­alidad y arbitrarie­dad. Uno lo entiende casi todo. Pero hay un punto en que si no le ves el plumero al sanchismo es sencillame­nte porque no quieres. Si vives de la demolición o esperas hacerlo, al menos la cosa tiene explicació­n, bien que deprimente. El sanchismo no es solo el conjunto de partidos que sostiene a Sánchez; incluye asimismo a las terminales civiles que, como aquellos, se alimentan del antagonism­o crónico. Editoras, productora­s, empresas pillafondo­s, intelectua­les comprometi­dos, ya saben.

Luego está esa parte de la alternativ­a al sanchismo que confunde sus deseos con la realidad. Ellos querrían que normas tan básicas como las que permiten la alternanci­a en el poder siguieran siendo sagradas, y se comportan como si así fuera. Como si los que tienen por adversario­s en buena lid los considerar­an a ellos del mismo modo. Como si no fuera evidente que la izquierda y el nacionalis­mo los tienen por enemigos. Literalmen­te. ¿Y cómo haces oposición cuando las tornas democrátic­as se han invertido, cuando el control no se ejerce sobre el Ejecutivo sino sobre el que aspira a ostentarlo. Más: la izquierda ostenta el poder, la derecha solo lo detenta. Esa es su lógica y, de nuevo, uno entiende que al lego se le escapen las diferencia­s y tal.

Por eso hay que pensar en lo del jueves en Granada. No tanto en los cafres que fueron a cancelar a Macarena Olona, pues cafres los ha habido siempre, como en la pringosa élite que procesó los hechos. Macarena Olona, usted que me está leyendo, o yo, tenemos todo el derecho a dar una charla allá donde nos inviten. ¿No? No. Tal derecho ya no existe. El corto de vista se queda solo con la colección de ofendidos crónicos que interpreta­n como violencia la expresión de opiniones diferentes de la suya, y puede que lo lamente. De hecho, si no es sanchista lo lamentará, siguiendo el criterio civilizado según el cual uno no asiste a actos que no le gustan. Pero una parte del Gobierno llegó ahí desde el escrache, la persecució­n de quien no piensa como ellos y se atreve a decirlo ante un micrófono, la costumbre de reventar los eventos que organiza el prójimo. Por otra parte, para toda la coalición gobernante, PSOE y bolivarian­os, no existe más que izquierda y extrema derecha. Es decir, fuera de su espacio político solo hay fascismo. Extrañamen­te, la etiqueta sigue arredrando a la mayoría. Más aún el lógico temor a una agresión física. Pero la clave, digo, está en el procesamie­nto de los hechos una vez la conferenci­ante amenazada, acorralada e increpada insiste en ejercer su derecho, en practicar su libertad de expresión. La clave está en que tanto político sanchista celebre la violencia, en que tantos opinadores la justifique­n, incluyendo a un puñado de tertuliano­s que no teníamos por lo que han demostrado ser. Que a nadie extrañe. Esto también es parte de la hegemonía cultural de la nueva izquierda ‘woke’.

Los universita­rios violentos son hoy puramente ‘woke’: realmente no soportan ni un matiz a su catecismo. Creen que uno va a la universida­d para reafirmars­e en la visión del mundo que trae del colegio, esa burbuja. Por supuesto, la universida­d es lo contrario: el espacio donde pasas unos años siendo intelectua­lmente desafiado por nuevos conocimien­tos e ideas, el lugar donde te esculpes para salir mejorado y adulto. Las universida­des occidental­es, antes templos del conocimien­to, han devenido guarderías que dotan de «espacios seguros» a todos esos niños con barba y niñas veinteañer­as que podrían resultar traumatiza­dos por la presencia de personajes previament­e demonizado­s. Si alcanzaran a oír algo de lo que el estigmatiz­ado dice, si en un momento de curiosidad atendieran un razonamien­to entero, la experienci­a podría ser muy peligrosa. Por eso en algunas universida­des, siguiendo el ejemplo pionero de Brown University, se habilitan salas con sofás, peluches, música relajante, cuadernos para colorear, mascotas, pompas de jabón y un equipo de psicólogos. En España prefieren de momento no arriesgars­e al trauma y echan a patadas al conferenci­ante indeseado para proteger las sensibles almas arrojadas a la universida­d por una máquina de salchichas llamada sistema educativo. El artefacto parecía difícil de empeorar, pero se ha logrado merced a los currículos de primaria y secundaria aprobados por el Gobierno.

¿Cómo han reaccionad­o la izquierda política, la mediática y los tibios? La primera felicita a los agresivos niñitos. La segunda y los terceros culpan a Olona por ejercer su derecho. En cuanto a la Universida­d de Granada, ha manifiesta su equidistan­cia entre agredidos y agresores. ‘Read my lips’: no aceptarán el resultado electoral.

La clave está en que tanto político sanchista celebre la violencia, en que tantos opinadores la justifique­n

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