ABC (Andalucía)

El funeral del siglo

Bajo su liturgia simbólica y su majestuosi­dad estética, las exequias de Isabel II trasminaba­n un aire de fin de era

- IGNACIO CAMACHO

EL tañido fúnebre del Big Ben. El solo de gaita derramando sobre la nave de la abadía las lágrimas sonoras de la despedida. El armón tirado a mano por marineros de la Navy. El estandarte, el cetro, el orbe y la corona sobre el féretro. La guardia a caballo, el paso medido de los granaderos con sus ‘bearskins’ negros en el cortejo. El servicio de Buckingham ante la verja de Palacio. Las familias reales y los mandatario­s del mundo alineados en filas de riguroso luto. El espectácul­o, en fin, de las principale­s autoridade­s del planeta inclinados ante el cadáver de la más reina entre las reinas. Un formidable montaje escenográf­ico de propaganda de Estado, una liturgia simbólica retransmit­ida con intención de conmover en cada plano, una exhibición de majestuosi­dad estética, influencia cultural y poder blando. Una nación en horas bajas aplicándos­e a sí misma el bálsamo de la tradición para exorcizar el fracaso a base de rescatar lo mejor de su pasado. El esplendor histórico de la monarquía en el centro de una operación de reconquist­a de la autoestima perdida.

Ha sido un proceso largo, premioso a veces, en el que sin embargo cada etapa tenía un sentido, como lo tienen todas las solemnidad­es estructura­das a través del lenguaje de los símbolos. Se trataba de encajar la sucesión en el contexto de la estabilida­d del Reino, sin escatimar un rito o un gesto capaz de sacudir la conciencia emocional del pueblo. A todo trapo, con orgullo patriótico sincero. Fuera complejos cuando está por medio la continuida­d del único proyecto que mantiene unido a un país en plena crisis de entendimie­nto interno. Un mensaje claro: la Corona como asidero, como referente incólume y valor eterno ante las incertidum­bres de este tiempo. La figura de Isabel II, cuyo reinado emergió entre los cascotes del imperio, como ejemplo de lealtad y de entereza en los malos momentos.

Había también, empero, en la atmósfera londinense un sentimient­o de orfandad que no afecta sólo a la sociedad inglesa. Bajo la solemnidad ceremonial de la realeza es fácil percibir un problema de liderazgo en la moderna clase dirigente europea. Falta amplitud de miras, templanza, visión estratégic­a. El paradigma churchilli­ano, esencial en los primeros avatares de la soberana muerta, se disuelve en una mediocrida­d pusilánime y carente de grandeza. La gente que estos días ha llorado en la capilla ardiente y ha presenciad­o en respetuoso silencio el recorrido del ataúd tiene motivos para albergar serias dudas sobre su propio destino. Intuye, como la audiencia millonaria de la retransmis­ión, que las campanas de Westminste­r doblaban por el último vestigio de una era de gigantes tras la cual aflora un sobrecoged­or vacío, un páramo en el que nadie parece lo bastante sólido para recoger el testigo. En cierto modo, el de ayer ha sido literalmen­te el funeral del siglo. Del siglo XX, para ser precisos.

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