Ponerse a la cola
¿Cómo interpretar la interminable fila de personas que han querido rendir un último homenaje a Isabel II?
Christina Heerey, miembro en activo de la Real Fuerza Aérea, ha sido identificada como la última persona en despedirse de Isabel II en la capilla ardiente de Westminster Hall. Durante los últimos cincos días, cientos de miles han formado una fila de 8 kilómetros para rendir un último homenaje. Algo extraordinario en un mundo dominado por una impaciencia generalizada, obsesionado con la gratificación instantánea y donde el respeto es un valor en vías de extinción.
Se dice que hacer cola representa la quintaesencia de los ingleses, destilada a partir de una idílica tradición de juego limpio y civismo. Según explica el profesor Joe Moran, la cola representa un acuerdo tácito de respeto entre perfectos desconocidos, susceptible incluso de ser asociada con principios liberales de autorregulación, tolerancia y estabilidad social.
En este sentido, los españoles no somos tan ejemplares a la hora de ponernos a la cola. Quizá porque somos más generosos que solidarios, por mucho que preguntemos «quién da la vez» nos puede nuestro individualista desorden frente la disciplina en la espera colectiva. Nuestra querencia iliberal nos lleva a colarnos incluso para comulgar en misa.
Lo cierto es que las colas son siempre actos políticos porque su objetivo no es otro que racionar un recurso escaso. Un sistema que recompensa al que aparece primero y está dispuesto a esperar durante más horas. Otras alternativas como sorteos (como el utilizado para asistir al concierto del Jubileo de Platino en junio) o algún tipo de mercado (la compra de entradas requeridas para visitar el Palacio de Buckingham) parecen más eficientes pero también más discriminadoras contra aquellos dispuestos a invertir tiempo y comodidad.
En la cola que hemos visto en Londres parecía bastante más importante el peregrinaje que el destino. Una fila respetuosa con propósito de pertenencia que ha servido como un ritual unificador para un Reino más ‘desunido’ que nunca. Sin olvidar lo excepcional del repetido gesto de inclinar la cabeza para algo que no sea mirar nuestros teléfonos móviles.