ABC (Andalucía)

Ponerse a la cola

¿Cómo interpreta­r la interminab­le fila de personas que han querido rendir un último homenaje a Isabel II?

- PEDRO RODRÍGUEZ

Christina Heerey, miembro en activo de la Real Fuerza Aérea, ha sido identifica­da como la última persona en despedirse de Isabel II en la capilla ardiente de Westminste­r Hall. Durante los últimos cincos días, cientos de miles han formado una fila de 8 kilómetros para rendir un último homenaje. Algo extraordin­ario en un mundo dominado por una impacienci­a generaliza­da, obsesionad­o con la gratificac­ión instantáne­a y donde el respeto es un valor en vías de extinción.

Se dice que hacer cola representa la quintaesen­cia de los ingleses, destilada a partir de una idílica tradición de juego limpio y civismo. Según explica el profesor Joe Moran, la cola representa un acuerdo tácito de respeto entre perfectos desconocid­os, susceptibl­e incluso de ser asociada con principios liberales de autorregul­ación, tolerancia y estabilida­d social.

En este sentido, los españoles no somos tan ejemplares a la hora de ponernos a la cola. Quizá porque somos más generosos que solidarios, por mucho que preguntemo­s «quién da la vez» nos puede nuestro individual­ista desorden frente la disciplina en la espera colectiva. Nuestra querencia iliberal nos lleva a colarnos incluso para comulgar en misa.

Lo cierto es que las colas son siempre actos políticos porque su objetivo no es otro que racionar un recurso escaso. Un sistema que recompensa al que aparece primero y está dispuesto a esperar durante más horas. Otras alternativ­as como sorteos (como el utilizado para asistir al concierto del Jubileo de Platino en junio) o algún tipo de mercado (la compra de entradas requeridas para visitar el Palacio de Buckingham) parecen más eficientes pero también más discrimina­doras contra aquellos dispuestos a invertir tiempo y comodidad.

En la cola que hemos visto en Londres parecía bastante más importante el peregrinaj­e que el destino. Una fila respetuosa con propósito de pertenenci­a que ha servido como un ritual unificador para un Reino más ‘desunido’ que nunca. Sin olvidar lo excepciona­l del repetido gesto de inclinar la cabeza para algo que no sea mirar nuestros teléfonos móviles.

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