Presidencialismo
Bajo un teatrillo parlamentario, vivimos un presidencialismo ‘de facto’, pero camuflado y sin control
GIORGIA Meloni, favorita para ganar las elecciones en Italia, ha realizado una interesante propuesta de reforma constitucional. El presidente de la República sería elegido por los ciudadanos, no por el Parlamento, y dejaría de ser una figura garantista para asumir la dirección del Gobierno. Esto acercaría Italia al régimen semipresidencial francés, donde el presidente comparte funciones de gobierno con el primer ministro. Aunque imita un modelo que rige Francia desde De Gaulle, la propuesta ha sido considerada autoritaria y en la senda de Orban. Meloni la defiende como la «madre de todas las reformas» y «la más importante medida económica» porque daría estabilidad a la gestión. Comparó su propuesta con el Gobierno de Draghi, que habría sido, en sus palabras, un presidencialismo no electo y sin papel alguno para el Parlamento.
La propuesta de Meloni, que no es nueva en la inestable política italiana, es recibida con una susceptibilidad que participa además del actual recelo hacia las formas personalistas frente al prestigio de lo parlamentario o colegiado. El reciente Gobierno de Trump cabe ser interpretado, entre otras cosas, como una defensa de la parcela constitucional del Ejecutivo frente a los ataques del Congreso (‘impeachment’), las agencias federales y la burocracia de Washington. Es más, la propia presidencia de Biden parece introducir una nueva consideración de lo presidencial: claramente débil, sin carisma ni atributos, una figura sin relieve ni pulso dentro del sistema.
La conexión directa entre el pueblo y el presidente seria el paso siguiente y consecuente de un populismo abiertamente democratizador frente a la mera retórica liberal. Elegir al presidente por sufragio universal es condición necesaria de la democracia, y separar su elección del Parlamento sería el primer paso hacia una posible separación de poderes. Sin embargo, el presidencialismo, institución democrática acreditada en EE.UU., se mira con sospecha ante el prestigio hegemónico de lo parlamentario, lugar de los notables antes y ahora de los partidos. Y no es que los ejecutivos no manden en los regímenes europeos. Sucede al revés: el presidente es elegido por el parlamento que él mismo controla en tanto líder del partido mayoritario, de modo que reúne en su mano ejecutivo y legislativo. Bajo un teatrillo parlamentario, vivimos un presidencialismo ‘de facto’, pero camuflado y sin control. El abuso del decreto como forma legislativa es una muestra más.
La propuesta de Meloni, por su cercanía a Vox, nos permite fantasear con una propuesta así en España, donde el presidencialismo tendría un efecto benéfico añadido. Un presidente elegido por sufragio en todo el país no tendría que pagar peaje al separatismo. Su mera existencia reforzaría la unidad nacional y se harían innecesarias medidas dudosas como la ilegalización de los nacionalistas. El independentismo sería superado con más democracia.