Sobre la desigualdad económica
FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA «En las economías capitalistas, no se genera renta quitándosela a los demás sino sirviendo de una u otra manera a los demás, de manera que la consecución de elevadas rentas y fortunas por unos individuos no ti
LAS desigualdades económicas se presentan habitualmente a la opinión pública como si los que están en mejor posición fueran culpables de la mala situación en que otros se encuentran. Como corolario ineludible de este errado axioma, los nefarios apóstoles de la igualdad consideran injustas dichas diferencias de fortuna y creen que pueden reducirse fácilmente utilizando el mecanismo impositivo.
Sirva como ilustración de lo dicho la publicación anual de datos sobre la distribución individual de renta y riqueza que lleva a cabo el Laboratorio de la Desigualdad Mundial, centro coordinado por el conocido economista y activista político francés Thomas Piketty. También servirían los informes de otras instituciones igualitaristas como Cáritas u Oxfam. Por centrarnos en los últimos datos del citado Laboratorio para España, correspondientes a la situación en 2021, el eco en los medios del informe citado contiene frases del tipo: «El 10% de las personas de mayor renta consigue el 34,5% de la renta total, siendo su renta media ocho veces superior a la renta media del 50% de personas más pobres… El 10% de los más favorecidos posee el 57,6% de la riqueza total, mientras que las posesiones del 50% más pobre apenas alcanzan el 7%». Se suele acentuar el dramatismo citando las proporciones del total de renta o riqueza en manos del 5% o del 1%.
Muchas personas de buena voluntad pero ayunas de conocimientos económicos, y otras también, infieren una relación causal de estos datos dando en pensar que la causa de que muchos tengan poco es que unos pocos tienen mucho. Esta supuesta relación causal es el alfa y omega de los ideólogos y políticos de izquierda y sobre esta base predican que la desigualdad es injusta pero fácilmente corregible quitándole renta y riqueza a los pocos para dársela a los muchos. Esta es, en esencia, la visión marxista del fenómeno económico que, a pesar de sus clamorosas deficiencias teóricas y estruendosos fracasos prácticos, no deja de ejercer una oscura fascinación sobre las mentes de los individuos. Quizá esto se deba a la concordancia de la visión marxista con un residuo evolutivo que impulsa un sesgo cognitivo de la naturaleza humana bien conocido: la consideración de la economía como un juego de suma cero donde lo que unos ganan ha de ser por fuerza a costa de las pérdidas de otros. Si esto fue cierto alguna vez, dejó de serlo con la implantación del capitalismo hace unos tres siglos y el crecimiento tendencial de la renta y la riqueza propio de este sistema. En las economías capitalistas, no se genera renta quitándosela a los demás sino sirviendo de una u otra manera a los demás, de manera que la consecución de elevadas rentas y fortunas por unos individuos no tiene ninguna consecuencia negativa sobre las personas menos afortunadas de la sociedad. Por ceñirnos a nuestro país, el surgimiento de las cuantiosas rentas y patrimonios de, digamos, Amancio Ortega o cualquiera de los empresarios y artistas o deportistas de élite que conforman el 10% o el 1% de los más ricos no ha hecho más pobre ni ha reducido el bienestar de nadie sino todo lo contrario.
El discurso igualitarista sobre la desigualdad se concentra exclusivamente en la distribución e ignora el lado de la producción y la íntima conexión entre lo que se produce y lo que se recibe en las economías capitalistas. En estas economías, a diferencia de lo que ocurre en los sistemas económicos precapitalistas y comunistas que han existido y aún subsisten en algunos países, las rentas de los individuos son básicamente la compensación por sus contribuciones a la producción de bienes y servicios que demanda la sociedad. Son también los incentivos que dirigen la asignación de los recursos productivos de manera que se satisfaga en la mayor medida posible las necesidades y deseos del conjunto de la sociedad. Por esta codeterminación entre lo que se produce y lo que recibe cada cual es ilusorio pensar que se puede manipular fiscalmente el patrón distributivo al gusto del igualitarista de turno sin que esto erosione la eficiencia del aparato productivo y el nivel o el ritmo de crecimiento de la producción. Esto no implica que no pueda o deba haber impuestos progresivos sobre la renta sino que su nivel y grado de progresividad no ha de guiarse principalmente, ni mucho menos únicamente, por objetivos redistributivos. En Dinamarca y otros países escandinavos, por ejemplo, los impuestos sobre las rentas del trabajo son altos y marcadamente progresivos pero la tributación de las rentas empresariales y otras rentas del capital es mucho más reducida (y sensiblemente inferior a la nuestra y a la existente en la mayoría de los principales países europeos) mientras que la del consumo es muy elevada tanto absoluta como comparativamente con la de estos otros países. El resultado es un sistema impositivo básicamente proporcional y con la eficacia recaudatoria requerida para cubrir el abultado nivel que alcanza el gasto público en estas sociedades.
En cualquier caso, si la abundancia de unas rentas no es la causa de lo exiguo de otras no está claro por qué hay que preocuparse por la diferencia entre ambas. Se puede aducir que la desigualdad de rentas refleja la desigualdad de oportunidades individuales. Pero, de nuevo, las mejores oportunidades de unos no son la causa de las malas o inexistentes oportunidades de otros. Si nos abstraemos de la mayor o menor desigualdad, lo que permanece, lo que debería constituir el problema prioritario de la política económica, es el análisis de las causas y remedios de la existencia de rentas bajas o muy bajas en proporción a la media. O, si se prefiere, las causas y posibles remedios de las escasas o malas oportunidades abiertas a los segmentos de población que se instalan permanentemente en esos bajos niveles de renta. La mejora de estas situaciones, sin embargo, no reside en el ámbito impositivo y ciertamente no se consigue, sino que se dificulta, cortando el vuelo a las rentas o a los patrimonios altos y a la innovación y el dinamismo económico que suelen llevar consigo.
En el caso de España, la única solución para elevar significativamente las rentas más bajas y reducir el riesgo de pobreza pasa por una reforma profunda del sistema de educación pública, en la dirección contraria a las instrumentadas por este Gobierno. Exige también una reforma del mercado de trabajo que sitúe nuestra tasa de empleo y nivel de paro en los promedios europeos, reforma que igualmente debería ir en dirección contraria a las emprendidas por este Gobierno.