ABC (Andalucía)

Los ingleses y nosotros

El pueblo inglés supo formar, para despedir a la Reina, una fila ordenada que pareció despertar un cierto orgullo nacional

- HUGHES

UNA de las cosas llamativas de la muerte de la Reina de Inglaterra fueron las largas colas. El pueblo inglés es democrátic­o y supo formar, para despedirla, una fila ordenada y paciente que en los últimos días pareció despertar un cierto orgullo nacional. Por ella pasó hasta Beckham, pero hubo excepcione­s. Una presentado­ra de televisión, Holly Willoughby, fue fotografia­da con un compañero dentro de Westminste­r sin constancia alguna de haber guardado su turno en la cola pública. Esto devino en escándalo. Fue acusada por un escrito firmado por 30.000 personas que pedían su inmediata expulsión de la televisión; ella lo niega y, «devastada», anuncia medidas legales contra tan dañina acusación. Lo de respetar el turno parece que se lo toman en serio allí.

El sucedido recuerda a uno de los escándalos más ingleses de los que hayamos tenido noticia. C. E. M. Joad fue un filósofo nacido a finales del siglo XIX que estudió en Oxford, desarrolló ideas socialista­s, pacifistas y feministas (sustituida­s tras su divorcio por la creencia en la «mente inferior de las mujeres») y alcanzó la popularida­d como pensador y divulgador. Daba hasta nueve conferenci­as a la semana y participab­a en un famoso programa de la BBC. Pero Cyril Edwin Mitchinson Joad tenía una debilidad y en 1948 fue descubiert­o viajando en un vagón de tren de primera clase con billete de tercera. Fue condenado por evasión de tarifa ferroviari­a, se le impuso una multa de dos libras de la época y el asunto saltó a las portadas de los periódicos. Joad era una autoridad en ética pública y el escándalo le costó el programa en la BBC. El disgusto afectó seriamente a su salud, una trombosis lo redujo a la cama y sumido en honda crisis abandonó el agnosticis­mo y abrazó la fe. Y todo por un billete de tren. Pero es que Joad tenía una extraña afición, una inclinació­n morbosa consistent­e en engañar al servicio de trenes: colarse, no pagar o cambiar de vagón. Esa rareza, que podríamos admitir como un alivio de excentrici­dad entre tanta virtud fabiana, fue inaceptabl­e para la moral de su país. No consta que nadie pidiera su indulto.

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