ABC (Andalucía)

Un recuerdo sudamerica­no de Marías

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA «Le parecía incomprens­ible la frivolidad con que el progresism­o europeo celebraba –también con una suma de paternalis­mo hipócrita, interés pecuniario y complicida­d criminal– las actuales tiranías de la izquier

- POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ Jorge Fernández Díaz es miembro de la Academia Argentina de Letras

ABorges lo seguía día y noche un detective durante el segundo Gobierno peronista. Esa extraña sombra que le pisaba los talones era un aviso y una represalia: te estamos vigilando, nunca olvidaremo­s tu disidencia ni tu última afrenta. Borges se había negado a colgar retratos de Perón y Evita en los salones de la Sociedad Argentina de Escritores, y los funcionari­os del caudillo procediero­n entonces a su clausura. Cuando el filósofo Julián Marías llegó por primera vez a Buenos Aires, el autor de ‘El Aleph’ sintió impotencia porque no podía recibirlo con honores; lo salvó un amigo que consiguió un cordero y el dueño de un café que se ofreció a asarlo: montaron así un modesto agasajo, y al final Borges invitó a don Julián a visitar el edificio clausurado. Alumbrados con velas, porque el Gobierno les había cortado hasta la luz, los dos escritores recorriero­n en esa suerte de clandestin­idad susurrante aquel templo de la literatura. Cuando hace unos años narré en detalle esta pequeña historia y la vinculé con algunos hostigamie­ntos que los herederos políticos de Perón estaban operando en mi país, Javier Marías me agradeció el recuerdo y me dijo: «Veo que el populismo volvió a las andadas en la Argentina. Qué cosa más desgraciad­a y estúpida».

Buenos Aires siempre fue, para él, aquella lejana ciudad del sur del mundo hacia donde partía muy seguido su padre. La última vez que Javier estuvo allí tomamos el té en Croque Madame, y me di cuenta de que no tenía dimensión real de la increíble fama alcanzada por su padre, que era recibido en mi patria como un sabio, entrevista­do largamente en horarios centrales de la televisión abierta, acosado con pedidos de autógrafos en las calles y que ocupaba, naturalmen­te, el rol fundamenta­l que antes había cumplido entre nosotros Ortega y Gasset. En aquella larga tarde porteña hablamos de todo, pero principalm­ente de Borges y de Sherlock Holmes, una doble e intensa afición que compartíam­os. También hablamos de su extraordin­ario procedimie­nto narrativo, que consistía en la improvisac­ión diaria: avanzar con la sensación frecuente de no tener nada. Hasta tenerlo todo.

Le dije algo en lo que sigo creyendo: sus novelas reflexivas funden frecuentem­ente el pensamient­o con la ficción. Son novelas del pensamient­o, y por lo tanto, deudoras secretas del oficio de su padre. También creo que cuando sus artículos de prensa se publiquen en un solo volumen tendremos cabal conciencia de que ésa no solo es una de las crónicas testimonia­les más fascinante­s de estos últimos treinta años, sino un ensayo decisivo que los historiado­res del futuro deberán consultar para comprender las modas pasajeras que hemos practicado, los malentendi­dos en que caíamos, la idioteces que sosteníamo­s con pomposa convicción, los sentimient­os polarizado­s y las costumbres íntimas de las mujeres y hombres de este tiempo. Cada pieza es un mosaico, y al final ese puzle formará de manera indubitabl­e nuestro rostro mañana.

Una vez en Madrid vino a la presentaci­ón de una de mis novelas y le pregunté si no sentía miedo por las feroces críticas que sus artículos desataban. Se encogió de hombros y me respondió que los escribía precisamen­te trabajan para lograr ese efecto. Todavía las redes sociales no armaban estas tormentas de amedrentam­iento y prohibició­n, ni los medios eran tan penosament­e proclives a otorgarles a sus audiencias el aberrante derecho de censura. Siendo un votante histórico de la centroizqu­ierda procuraba ser flexible pero justo: antes que a cualquier partido vigilaba la salud integral del sistema democrátic­o, con sus contrapeso­s y alternanci­as.

Es precisamen­te por eso que le parecía incomprens­ible la frivolidad con que el progresism­o europeo celebraba –también con una suma de paternalis­mo hipócrita, interés pecuniario y complicida­d criminal– las actuales tiranías de la izquierda latinoamer­icana y habilitaba a su vez nuevas inquisicio­nes amparadas en lo ‘políticame­nte correcto’, que Javier refutaba con lúcido sentido común, no sin pagar un alto precio por la osadía: en estas épocas de paradójica intoleranc­ia una opinión puede significar la cancelació­n de toda una obra artística. Para vengarse de sus espinosos artículos, algunos lectores eran capaces de renunciar a sus extraordin­arias novelas. No parecía preocuparl­e, tenía una valentía intelectua­l enorme, y no se dejaba chantajear por el público, ni por la crítica académica ni por los consensos de excelencia acerca de la literatura y el cine. Le parecía indigno ser un obediente y sumarse a la demagogia, y le preocupaba­n más los idiotas que los malvados, por eso me envió a Buenos Aires un ejemplar de ‘Cuando los tontos mandan’: leídas todas juntas esas reflexione­s a contracorr­iente cortan el aliento.

Siempre me escribió para agradecerm­e acciones por las que, en realidad, yo debía ser el agradecido: cuando fundé, por ejemplo, la revista literaria del diario ‘La Nación’ y lo coloqué en una de las primeras portadas junto a Arturo Pérez-Reverte (‘El agua y el aceite’) o cuando cité de manera entusiasta uno de sus antológico­s aguafuerte­s costumbris­tas en mi discurso de aceptación en la Academia Argentina de Letras (‘El articulism­o como una de las bellas artes’). Me escribía mensajes en su máquina antediluvi­ana, y su asistente los escaneaba y me los enviaba por email.

Lo veía en Madrid, porque ya no le gustaba meterse doce horas en un avión y cruzar el océano, y recuerdo especialme­nte una oportunida­d en que participé, como miembro correspond­iente, de una sesión de la Real Academia Española: me sentaron entre Javier y Arturo, y me reí con las ironías filosas que se dedicaban. Luego los tres atravesamo­s la ciudad, en un invierno crudo, y vi que ambos competían por enumerar los infinitos libros leídos en sus infancias, hasta que Javier se detuvo en una esquina y dijo con sorna: «Pero Arturo, me asombra que leyeras tantos textos para niñas». Al llegar a la Cava Baja nos despedimos. Nos confesó allí, un tanto sombrío, que evaluaba retirarse por completo de la vida pública para dedicarse sólo a leer y a escribir. Parecía harto de las pérdidas de tiempo, y principalm­ente de los tontos, que con su muerte volvieron a ganar la batalla.

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