De impuestos y populismo
«Uno de los rasgos más característicos del populismo económico es extraer el debate sobre los impuestos del ámbito de la eficiencia y llevarlo al de su falsa moralidad. Básicamente, el sistema tributario es el causante de la desigualdad, y es un juego de
EL mejor impuesto es el que no existe. En el fondo, los impuestos son constructos artificiales que alteran el comportamiento que tendrían los agentes económicos (ahorradores, inversores, consumidores, productores, etcétera) en su ausencia, restando capacidad a la actividad económica. Sin embargo, cada 1 de enero, cuando los españoles levantamos la persiana del país, necesitamos del orden de 300.000 millones de euros para poder atender a los gastos e inversiones que, como sociedad y de forma democrática, hemos decidido poner en común. Cierto es que muchos de los bienes comunes que financiamos con esos ingresos como, por ejemplo, sanidad, educación, infraestructuras, e incluso otros menos tangibles, como la lucha contra la desigualdad y la pobreza, podrían acometerse de forma mucho más eficiente, pero la escasa capacidad de reforma demostrada por nuestro país ha consagrado esta cifra como un suelo que sólo el ciclo económico es capaz de reducir cuando vienen mal dadas.
Asumiendo como dados los bienes comunes a financiar con los ingresos públicos, en todo caso, harina de otro debate, la teoría hacendística internacional lleva décadas aportando soluciones y sendas por las que transitar para maximizar el binomio recaudación/eficiencia económica en el bien entendido que el fin último de los impuestos es financiar bienes comunes y que la muy diversa naturaleza de las herramientas fiscales a disposición hace reposar sobre las autoridades públicas la responsabilidad de ‘eficientar’ este proceso. Dicho de otro modo, la clave del éxito de la política fiscal del Gobierno debería ser maximizar la recaudación necesaria para atender de forma suficiente los compromisos comunes y, teniendo en cuenta el enorme impacto de los tributos en la economía, debería no sólo minimizar las consecuencias sobre la actividad económica, sino generar un sistema fiscal que contribuya al crecimiento económico a largo plazo y, con él, a la propia suficiencia de las finanzas públicas.
Uno de los rasgos más característicos del populismo económico es extraer el debate sobre los impuestos del ámbito de la eficiencia y llevarlo al de su falsa moralidad. Básicamente, el sistema tributario es el causante de la desigualdad, y es un juego de suma cero: lo que pierden los ricos cuando les subo los impuestos lo ganan los pobres y viceversa. Este proceso de jibarización de la problemática fiscal es de un simplismo técnico insultante para el nivel de sofisticación que se presume a la sociedad española. Cuando es el Gobierno el que lo esgrime es, además, peligrosamente irresponsable porque responde a un deseo de polarizar la sociedad como herramienta electoral y de echar sal en la herida de la creciente desigualdad que, no lo olvidemos, las políticas del Gobierno
no son capaces de revertir. Otro de los rasgos más característicos del populismo es señalar con el dedo acusador a un enemigo externo para desviar la atención de la responsabilidad propia. Normalmente al señalado se le acusa de ‘poderoso’ y de abusar de su poder y puede materializarse en forma de Estados Unidos, si eres un autócrata latinoamericano, o en forma de empresario y su inmoral manía de ganar dinero, como ocurre en España. De nuevo, desplazamos un debate de su ámbito de eficiencia para llevarlo al de la falsa moralidad.
El beneficio empresarial es algo más que la fuente de enriquecimiento de empresarios (siempre hombres; el lenguaje inclusivo del Gobierno no ha llegado a las empresarias) dickensianos que se reúnen para hacer la puñeta al Gobierno. El beneficio, lejos de ser inmoral, juega un papel esencial en el buen funcionamiento de la economía. Es la señal de mercado más potente para orientar las decisiones de ahorradores e inversores hacia aquellas empresas más exitosas y que mejor pueden retribuir su riesgo contribuyendo al mayor crecimiento económico; es fuente de inversiones, algo no baladí en sectores como el energético, inmerso en un proceso de descarbonización muy intensivo en capital; es fuente de crecimiento de la empresa y, por tanto, del empleo y de los salarios de los trabajadores; y su respeto es fuente de seguridad jurídica y de credibilidad para los países en un entorno internacional en el que los capitales se mueven a golpe de clic.
Cuando, como el Gobierno, se decide poner un impuesto sobre los beneficios extraordinarios a algunas empresas, siempre manteniéndonos en la esfera de la eficiencia, debemos ponderar qué señales asumimos que vamos a distorsionar y qué parte de estos efectos sociales positivos estamos dispuestos a empeorar y, por su puesto, a cambio de qué. Esto no es más que pensar en el coste de oportunidad, es decir, lo que estamos dispuestos a sacrificar en términos de eficiencia económica a cambio del nuevo gravamen y lo que realmente queremos conseguir con esta merma.
Por tanto, antes de activar la guillotina fiscal, por puro decoro democrático, es irrenunciable fijar nítidamente el objetivo de los recursos extraordinarios recaudados y evaluar los efectos colaterales de la medida en términos de eficiencia económica. En este sentido, la propuesta de la Comisión Europea, que anticipó Ursula von der Leyen en el debate sobre el estado de la Unión, se ajusta mucho más que la del Gobierno español a los mínimos requisitos de rigor que, aún en situaciones excepcionales, se debe exigir a los gobernantes. La propuesta fija, en los más vulnerables, un objetivo claro para lo recaudado; marca el estricto carácter temporal de la medida; su aplicación generalizada permite eliminar las distorsiones que generaría la falta de coordinación entre los estados miembros; y se centra en los beneficios extraordinarios reales provocados por la guerra de Ucrania. Aun no compartiendo el peligroso antecedente de colectivización fiscal que representa la medida y, por tanto, con muchas dudas sobre la necesidad de la misma, estos aspectos dejan en evidencia la precipitación de la proposición de ley sobre beneficios extraordinarios, auspiciada por el Gobierno, e invitan a la paralización de su tramitación parlamentaria. Ambas propuestas difieren en los elementos más sustantivos y en los impactos sobre la eficiencia económica y la seguridad jurídica. A pesar del enorme ejercicio de confusión generado, la propuesta de la Comisión corrige y deja sin sentido la propuesta del Gobierno. Confusión técnica, otra caseta en la feria populista.
El otro día hablaba con un amigo argentino que ha venido a vivir a España huyendo del populismo tan arraigado y dañino en aquel país y me decía: «Desde que llegué a España tengo la sensación de haber venido del futuro». ¡Ojo! El populismo nunca es el camino y en España parece estar cuajando en mítines y discursos. Las próximas elecciones dirán si no pasa de ahí.