ABC (Andalucía)

El Jesús más íntimo

Quintero era un artesano de sí mismo, de palabra lenta y sentencias sin toga

- MANUEL MARÍN

Yasí se ha ido. Sin su pozo blanco, sin su cielo azul. Sin su árbol verde. Dejando huérfanos rotos de aquellas madrugadas y jirones de radio en la memoria. Y su piano blanco, porque siempre fue un niño caprichoso en un cuerpo de genio. Me queda su voz profunda en el pasillo de la calle Fuencarral pidiendo una cocacola. Con hielo y limón. Era mi infancia, y él siempre creyó que le debía cariño a un tal Marín que en Radio Popular de Huelva le dio la primera voz ante un micrófono para locutar anuncios comerciale­s. Estaba agradecido a aquella Huelva de los sesenta que le permitió descubrir con el tiempo su Sevilla eterna de teatros y duendes. Su cocacola en Fuencarral. Retumba ahora en mi cabeza aquel «¡Manolito, fría!» que siempre sonaba idéntico. No se veían tíos con fular, ni pantalones ajustados en la España de los campana, ni botas de cuero puntiaguda­s. Se distinguía a sí mismo y se le veía venir de lejos, como un dandy, un tipo extraño que aparecía por casa y desaparecí­a. A veces llegaba de improviso. Jesús Quintero se presentaba a la una de la madrugada y hurgaba por la cocina con ansia y hambre de deshoras. No era famoso aún. O no del todo. Decía que era un loco, y me gustaba escucharle, verlo. Después vinieron las colinas, los perros verdes, los ratones coloraos, la extravagan­cia, la excelencia. Su magnetismo cautivaba y quizá tenga culpa de mi amor por el periodismo. Lo recuerdo tecleando una pieza improvisad­a en la Olivetti verde de mi padre porque se le había ocurrido equiparar las carretas de Buffalo Bill con las del Rocío. Un loco cuerdo.

Hizo arte de su imaginería mental, de su caos y su anarquía, de sus rarezas y obsesiones. Cuando estaba en Madrid, era una visita avisada unos minutos antes, desde cualquier cabina. A su aire extraño de siempre. Traía a un amor de juventud, una azafata que nos regalaba caramelos de Iberia. Jesús era incapaz de subir a un avión sin pastillas. Pero cuando la visita era en Punta Umbría, venía a dormir siestas, y ya me jodía porque tenía preadjudic­ada mi cama. Las suyas eran siestas largas, propias de libaciones largas. Jesús siempre será la pausa en la palabra, el drama en los silencios, la caricatura de sí mismo envuelta en talento. Ser periodista es muy difícil, me dijo. Lo fácil es despertar al genio que nace de la locura, de filtrar la racionalid­ad por un sentimient­o, de alcanzar el fondo del perdedor, el alma del frustrado, la emocionali­dad del fracasado. En eso tenía algo de Talese. En eso, y en que nadie que quiera ser honesto con los demás puede serlo sin serlo antes consigo mismo.

Con su radio y su cámara, Jesús dibujaba goyas de la etapa negra. Sus caricatos, cuando el minuto de gloria ya los despreciab­a y arrumbaba en la miseria, acababan en el Oliver gritando risitas por un botellín. Demasiado histrión con alma descarnada. Era un artesano de sí mismo, un encantador de serpientes con nariz afilada, palabra lenta y sentencias sin toga. Entraba en trance porque tenía esencia de peregrino y consumía teatro como un ‘yonki’ de la escena. Lo recuerdo junto a mí, absorto, en un Segismundo brutal de José Luis Gómez. Hace unos años volvió. Sabía que mi padre se despedía, y ninguno tenía ya la cabeza ‘buena’, como dicen en San Juan del Puerto. Tampoco les hicieron falta muchas palabras. Solo la mirada cristalina de las vidas largas y el humo del último cigarro. Sin tramoya. Solo su carcajada estridente fundida en el eco de su pozo blanco. Ahí quedó, Jesús.

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