ABC (Andalucía)

Fundido a negro

Muerto Quintero, murió la televisión

- JESÚS NIETO JURADO

HUELVA, cada siglo, da al mundo a habitantes que no son de este mundo. Dio a Juan Ramón Jiménez, dueño de unas entretelas que eran raras, tenían vetas de oro y un burro paseante y metafísico. Lo mismo que Jesús Quintero, que pasó su poesía por los medios, y se le veía en Huelva y Sevilla y grabado en VHS como quien veía a Dios. Con chistera, quizá también con un burro y con un aliño indumentar­io que era él mismo y su saco de silencios, preguntas y liberacion­es.

Quintero hizo de la calle y de la trena una escuela, una sociedad que hay que mostrarle a los ‘instagrame­rs’; aquellos programas por los que siempre pasaba un ángel mudo y entraba el frío de la eternidad. Cogía como un veterinari­o el alma del entrevista­do y le daba una y otra vuelta, para que se viera que aquí en España todo el mundo tiene dobleces. Zurdeaba a base de bien, pero con poesía y genialidad, no como en el circo presente con enanos mentales, ahí donde J.J. Vázquez saca ese guano suyo que tiene tanto de miasma como de esa política donde Moncloa nos cuela sus tics.

Estos últimos días intenté llamarle. Como si en los estertores fuera a cogerme el teléfono... Toqué la última puerta de Ubrique, la de su secretaria, y le recordé aquellos días azules de Málaga, cuando con Alcántara y Dragó y la juventud creadora teníamos delante a la poesía que primero fue hertziana y luego catódica. Casi nadie recordará que hubo vida más allá del boletín.

Tuvo sus rarezas, que nos lo hacían tan humano. Más esa tragedia interior de los que son tan libres, de los que van a la trena a ver si la libertad anhelada es tal; si es verdad que un presidio reinserta y si hay más confianza en el patio que ahí afuera.

Atrás se va una época en la que el Risitas, otra criatura suya, nos dio entre esperpento­s el verdadero diapasón de la condición humana. Eran chistes, sí, pero también una fotografía del pícaro eterno.

Ya no se hará buena televisión. Ya podemos oficialmen­te despedir al televisor y tenerlo encendido, quizá, en la cena de Nochebuena. Cuando nada tengamos que decirle al consanguín­eo.

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