ABC (Andalucía)

No un loco más

Un pícaro que merece

- ÁNGEL ANTONIO HERRERA

RA un manirroto del talento, Jesús Quintero, y llenaba la noche sin decir nada apenas. Se da en él el estilo propio, cerradamen­te, y esa es la primera y última medalla de quien consagra la vida al sacerdocio de la palabra. Iba a la tele, de oficio, para callarse, con lo que inventó el párrafo del silencio en medio de un gremio que practica el jaleazo. Los obituarios hay que hacerlos en caliente, y luego dos días después, cuando ya se ve el difunto de cuerpo entero. Y en Quintero se ve que quiso mirar el mundo desde un chaleco desabrocha­do de colores, y siempre muy complicado de fulares bohemios, que eran, en él, siempre el mismo fular, porque Quintero, si daba el cambio, era para aún más parecerse a él mismo, al que no le se parece nadie. Acuñó una estampa prestigiad­a de vagamundo con visa, y la visa llegó a desmayar, a rachas, pero el cromo de vagamundo no, que es lo que importa. No gloso al amigo, sino a un pícaro que merece monumento. Cuidó una cabeza de senador mayor de taberna y una arboladura de poetón parisino a la sombra de la Giralda. Todo, a bordo de una voz que trajea cualquier madrugada. Hizo mucha pasta, y la perdió. Era un dandi que se encontraba entre pícaros. Le puso el mismo micrófono a Felipe González, y a un tronado. Al final, vivía en las lejanías, como los modistos mitológico­s, o las divas de espuma. Cuando estaba en lo alto, te hacía una entrevista y era como si te convidara a un premio. Acomodó en el centro de Sevilla un teatro donde se cruzó el cabaret de tintero y el plató de excéntrico­s. Ahí siempre era de noche, como en las colinas de lunático que llevaba por dentro. No acuñó sólo un estilo sino una tribu propia, una manta de marcianos que tenían deneí. Llegó a la cocina de los encarcelad­os, y al belcebú de los flamencos. Llegó a la mansedumbr­e del descaro, y al narcisismo de cátedra. Cumplió la osadía de mantenerse fiel a sí mismo, con una teatralida­d que es sinceridad, más el chaleco de oropel desquiciad­o. Que, por cierto, igual cotizaría en condicione­s en una subasta del armario de las mejores reliquias de los solitarios.

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