Lo sabemos todo excepto vivir
Esa precariedad de la condición humana y esa angustia que deriva de la elección explican mucho de lo que nos está pasando
CUANDO falleció Jean-Paul Sartre en 1980 no pude evitar el sentimiento de que su desaparición suponía la muerte del existencialismo. Luego leí ‘La ceremonia del adiós’, un ajuste de cuentas de Simone de Beauvoir con el hombre con el que había compartido su vida, del que hacía una descripción devastadora en su vejez.
Hace algunos días, releí ‘El existencialismo es un humanismo’, el más sencillo de sus textos. Fue publicado en 1946 a partir de una conferencia en la que, como narra Boris Vian, las señoras se desmayaban en una sala repleta de público. El interés de este opúsculo es que el filósofo francés define con meridiana claridad los fundamentos del existencialismo, que, a mi juicio, ha resucitado en las dos primeras décadas del nuevo siglo, caracterizadas por la globalización, el acelerado cambio tecnológico y la fragmentación social.
Para contextualizar la vigencia del existencialismo, es preciso subrayar antes que la siguiente generación de pensadores franceses, con Foucault, Deleuze y Derrida a la cabeza, hicieron un esfuerzo intelectual por demoler la herencia de Sartre, y también la de Camus, tachada de individualista y egocéntrica.
La idea de la responsabilidad del individuo por sus actos y de la autonomía del sujeto chocaban tanto con las tesis marxistas como con el estructuralismo, dos ideologías que ponían el acento en que la conciencia es el producto de las condiciones materiales de la existencia o de unos significados previamente determinados. Frente a ello, Sartre afirma que el hombre nace sin esencia y que construye su identidad en sus propios actos. No es que las relaciones de producción o la estructura determinen sus elecciones, sino que la conciencia es autónoma y se forja en la pura ‘subjetividad’ del individuo, de la que no puede trascender.
Las tesis de Sartre eran un grito de rebelión contra el totalitarismo y las fuerzas que habían llevado a la guerra, ya que afirmaba que la historia no es determinista y que los seres humanos son responsables de todo lo que sucede. «El hombre está condenado a la libertad», enunciará. A juicio de Sartre, ni lo real es expresión de las ideas, como sostenía Hegel, ni las ideas son un reflejo de lo material, como creía Marx. Por el contrario, el hombre se enfrenta al absurdo y a la nada y se mueve siempre en el límite entre el ser y el no ser. Y es en esa tensión permanente donde intenta buscar un sentido a la existencia dentro del marco de la subjetividad.
Esa falta de esencia, esa precariedad de la condición humana y esa angustia que deriva de la elección explican mucho de lo que nos está pasando en un mundo cada vez más volátil e imprevisible, en el que no hay un guion para manejar el futuro. Digámoslo con una metáfora del propio Sartre: «Hoy en día lo sabemos todo excepto vivir».