Inflación moral
QUE el mundo es un gran teatro o un sueño es algo que no sólo afirmó Calderón. René Descartes, que injustamente se ha retratado como el padre de una Modernidad matematizada y racional, al comienzo de su libro más célebre nos recordó que todo lo que habría de contarnos era una mera fábula. Puro cuento, mito, recreación o simulacro.
El problema de las ficciones o incluso de algunas verdades, esto lo advirtió Aristóteles en su ‘Poética’, acontece cuando resultan inverosímiles. En el momento en el que en un plano de televisión asoma el micrófono o cuando a un figurante vestido de romano se le ve el reloj-calculadora, el pacto tácito entre el observador engañado y el actor engañador se va al traste. Es entonces cuando despertamos del sueño.
Todos estamos dispuestos a creer una mentira siempre y cuando quien nos administra el engaño esté dispuesto a guardar las formas. Pero, puestos a mentir, mejor hacerlo como es debido. A veces la mera verdad no es suficiente y hay una utilidad social en exagerar la realidad para hacerla más visible. Ocurre, por ejemplo, con esos padres que fingen un escándalo ante la travesura del niño. La moral, nadie podrá dudarlo, tiene unos códigos esencialmente teatrales.
En los últimos años, esa dramaturgia moderada y socialmente útil ha quedado absolutamente histerizada. Las redes sociales y la opinión pública han hipertrofiado la ritualidad moral hasta hacerla absurdamente inverosímil. Estamos tan solos que algunos encuentran compañía en la turba acusadora más interesada en opacar la propia miseria que en desvelar o reparar el error ajeno. Quien sólo puede ganar prestigio escenificando una indignación ante las faltas de los otros acaba estableciendo una perversa relación con el error ajeno. Se empieza parasitando el defecto del vecino y se termina siendo cooperador necesario de esa ruina.
Nos quedan, por supuesto, infinidad de causas justas. Pero suelen palidecer por la mediocridad de sus defensores. La épica permanente, el heroísmo impostado y la escenificación de sucesivos martirios figurados está destruyendo nuestra sensibilidad civil. Lo que hace muy probable que la exageración de nuestros gestos morales acabe por desactivar los recursos éticos con los que debe protegerse cualquier sociedad. Nadie se convierte en Voltaire por hacer chistes anticlericales y los acusadores que aspiran a ser Zola están quedando ridículamente retratados.
Nuestros responsables políticos son ahora indistinguibles de las huestes tuiteras y en la urgencia por indignarse con lo que toca y como toca estamos empezando a precarizar el cuidado que requieren las ficciones, sobre todo las éticas. Porque la verdadera amenaza no es la inflación económica, sino la inflación moral. Y hemos imprimido tanta moneda falsa que ya nadie puede orientarse en este circo.