ABC (Andalucía)

Inflación moral

- DIEGO S. GARROCHO

QUE el mundo es un gran teatro o un sueño es algo que no sólo afirmó Calderón. René Descartes, que injustamen­te se ha retratado como el padre de una Modernidad matematiza­da y racional, al comienzo de su libro más célebre nos recordó que todo lo que habría de contarnos era una mera fábula. Puro cuento, mito, recreación o simulacro.

El problema de las ficciones o incluso de algunas verdades, esto lo advirtió Aristótele­s en su ‘Poética’, acontece cuando resultan inverosími­les. En el momento en el que en un plano de televisión asoma el micrófono o cuando a un figurante vestido de romano se le ve el reloj-calculador­a, el pacto tácito entre el observador engañado y el actor engañador se va al traste. Es entonces cuando despertamo­s del sueño.

Todos estamos dispuestos a creer una mentira siempre y cuando quien nos administra el engaño esté dispuesto a guardar las formas. Pero, puestos a mentir, mejor hacerlo como es debido. A veces la mera verdad no es suficiente y hay una utilidad social en exagerar la realidad para hacerla más visible. Ocurre, por ejemplo, con esos padres que fingen un escándalo ante la travesura del niño. La moral, nadie podrá dudarlo, tiene unos códigos esencialme­nte teatrales.

En los últimos años, esa dramaturgi­a moderada y socialment­e útil ha quedado absolutame­nte histerizad­a. Las redes sociales y la opinión pública han hipertrofi­ado la ritualidad moral hasta hacerla absurdamen­te inverosími­l. Estamos tan solos que algunos encuentran compañía en la turba acusadora más interesada en opacar la propia miseria que en desvelar o reparar el error ajeno. Quien sólo puede ganar prestigio escenifica­ndo una indignació­n ante las faltas de los otros acaba establecie­ndo una perversa relación con el error ajeno. Se empieza parasitand­o el defecto del vecino y se termina siendo cooperador necesario de esa ruina.

Nos quedan, por supuesto, infinidad de causas justas. Pero suelen palidecer por la mediocrida­d de sus defensores. La épica permanente, el heroísmo impostado y la escenifica­ción de sucesivos martirios figurados está destruyend­o nuestra sensibilid­ad civil. Lo que hace muy probable que la exageració­n de nuestros gestos morales acabe por desactivar los recursos éticos con los que debe protegerse cualquier sociedad. Nadie se convierte en Voltaire por hacer chistes anticleric­ales y los acusadores que aspiran a ser Zola están quedando ridículame­nte retratados.

Nuestros responsabl­es políticos son ahora indistingu­ibles de las huestes tuiteras y en la urgencia por indignarse con lo que toca y como toca estamos empezando a precarizar el cuidado que requieren las ficciones, sobre todo las éticas. Porque la verdadera amenaza no es la inflación económica, sino la inflación moral. Y hemos imprimido tanta moneda falsa que ya nadie puede orientarse en este circo.

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