Privatizar el ultraje
Despenalizar la injuria debe conllevar su salida del presupuesto público
NO es mal día mañana, 12 de Octubre, para plegar las velas y las pancartas del patriotismo de hojalata y modular el tono de los abucheos que sirven de obertura y fanfarria al repertorio marcial que cada año y al paso de los batallones y compañías del Ejército suena en la Castellana. Como la muerte, el insulto no es el final. No es mala fecha la de mañana, día de la quema institucionalizada y descentralizada de banderas y retratos del Rey, para despenalizar y normalizar –como plantean ERC y EH Bildu, con el visto bueno del PSOE– las injurias a la Corona y el ultraje a la enseña y los símbolos nacionales. Que cada palo aguante su vela. Si Pedro Sánchez tiene que soportar un chaparrón de dicterios –la escena se graba este año para el documental sobre su persona–, abramos el paraguas para que nos tape a todos o cerrémoslo para que la tormenta nos empape sin distingos. Agua caladera. La libertad consistía tradicionalmente en poder salir cuando llueve, y en mojarse. A partir de ahora quizá podamos salpicar al prójimo en un charco, igualitario y cenagoso. Agua para los melones.
En todo caso, y puestos a legislar, la despenalización de estos ultrajes e injurias debería ir acompañada de una cláusula, disposición adicional derivada de la coherencia, que advierta sobre la incompatibilidad de ejercer este nuevo derecho desde cualquier plataforma, pública o privada, financiada directa o indirectamente con fondos del Estado contra el que se materializan y al que se dirigen esos mismos ultrajes e injurias, qué menos. La iniciativa privada no solo es el motor del mercado y de la economía, sino de una creatividad que en el terreno del improperio se ha visto empobrecida por el subsidio y la manutención pública. Se buscan emprendedores que arriesguen su patrimonio, aporten ideas y renueven un catálogo obsoleto y funcionarial, interpretado a coro por una compañía estable e intersectorial que por hache o por be cobran del Estado contra cuyos símbolos nacionales arremeten con las espaldas cubiertas.
En este heterogéneo gremio figuran, primeros de la lista, los parlamentarios y cargos públicos que viven precisamente de la injuria y el ultraje, pero también los artistas que exponen sus fechorías en salas patrocinadas y sostenidas por los distintos niveles de la Administración, los dramaturgos y actores cuyas bufonadas –no falla– encuentran acomodo en teatros públicos o concertados, los cómicos que están en nómina de las televisiones públicas o privadas, también auxiliadas por nuestro Estado social, los encapuchados que queman banderas y retratos al amparo de unas organizaciones ciudadanas e incívicas, valga el contradiós, que también ponen el cazo, limpio de gasolina, los profesores de manual disgregador, los cantantes de verbena municipal o festival de impacto económico y un largo etcétera de falsos libertadores. No es casual que el profesional de la injuria –sin otra salida laboral que la del pienso compuesto del Estado compuesto– viva del presupuesto.
Dicho lo cual, si a los que mañana participen en el certamen anual de la berrea urbana contra Sánchez les encuentran, mirando por los bajos, algún tipo de fondo público y perdido, que se lo quiten. Seamos libres para ultrajar, sin las ataduras del dinero ajeno.