Rupérez vuelve al zulo de su secuestro 43 años después
«Era una obligación moral». Son palabras del exdiputado, secuestrado por ETA en 1979, tras visitar por primera vez la casa de Hoyo de Pinares de la que creyó que no saldría vivo
oño, Rupérez». Han pasado 43 años y la sorpresa del guardia civil que le soltó la frase en una gasolinera perdida aún hace sonreír a Javier Rupérez. Es la madrugada del 12 de diciembre de 1979 cuando el entonces secretario de relaciones internacionales de UCD, tapado con una manta, greñudo y con barba vuelve a la vida. Han pasado 31 días desde que dos etarras armados con pistolas lo secuestraran a unos metros de su casa en la plaza de la Morería en Madrid. El empleado de la gasolinera a la que ha llegado caminando en la noche le dice que está en La Varga, a ocho kilómetros de Burgos. Los terroristas –Arnaldo Otegi fue juzgado y absuelto por falta de pruebas– lo dejaron sentado en una piedra y él creyó que era el final. «Recé un padrenuestro, luego otro y no pasó nada. Me quité la capucha y eché a andar».
Ayer, con 81 años, echó a andar, esta vez calle abajo, para entrar por primera vez al chalé de la localidad abulense de Hoyo de Pinares en el que ni siquiera sabe cuántos días pasó, encerrado
«Cen una habitación cubierta por una tienda de campaña, según su recuerdo. Regresa a su memoria, cancelada con disciplina. Dice que era una obligación personal. «Es lo más involuntario de mi biografía, pero hay que recorrerla entera». Con un aplomo que desarma insiste en que nunca quiso convertirse «en el niño del secuestro».
Su biografía se ligó a esa casa, erguida frente al tiempo y el veneno secreto que guardó entre sus paredes, el 10 de noviembre de 1979. Tres terroristas se metieron en su coche a punta de pistola, lo llevaron a la Casa de Campo y ya atado, amordazado y medio drogado a La Perdiguera, donde se levantan segundas residencias en Hoyo de Pinares a solo unos kilómetros de la frontera con Madrid.
Leyre y Gloria Santos son las hijas de los propietarios y reciben a Rupérez a las puertas del chalé en un encuentro con el pasado y la memoria. Su padre compró la casa a Begoña Aurteneche cuando ésta ya estaba en prisión (fue condenada a un año por colaboración con banda armada). Era la vizcaína con la que los vecinos tomaban café y compartían sobremesas, ajenos a su vida real. «Contaba a mi tía que le prestaba la casa a sus camareros para que descansaran», evoca Gloria. Sus camareros eran los secuestradores, esos chicos que saludaban educadamente a la gente mientras obligaban a Rupérez a defecar en un cubo de plástico y lo amenazaban con matarlo, si el Gobierno de Suárez no cumplía sus exigencias y excarcelaba a presos.
«¿Conocisteis a Begoña?», se interesa Rupérez nada más saludar a las propietarias que han llegado de Madrid para mostrarle la casa y el zulo. El diplomático dispara una pregunta tras otra. «No me acuerdo de la casa pero sí de que me introdujeron en un garaje». La puerta verde metálica ha sido serrada y el garaje reconvertido en habitación, pero es el mismo en el que ataron al volante a Rupérez a ciegas. Cuando lo subieron a la habitación –a la que regresa cuatro décadas más tarde– solo vio oscuridad y una tienda de campaña. Dice que le recordaba a una película de espías americana famosa aquellos meses. Nadie sabe, salvo sus captores, cuánto permaneció en aquella vivienda franca de la que luego lo trasladaron en un camión a otro zulo, días antes de liberarlo. «Todo el mundo pensaba que yo no sobreviviría», dice con desapego.
Rupérez no ha olvidado que él fue el plan B. El primer objetivo fue el político Gabriel Cisneros, al que el comando hirió gravemente, pero logró escapar. Con Rupérez lo consiguieron. En UCD les habían repartido un folleto por si los secuestraban: años de plomo y acero. El manual decía que no debían resistirse. «Yo no tuve margen para resistirme, decidí seguir unas líneas: no manifestar emoción, rezar a Dios por mi vida, prepararme para la muerte e intentar saber qué pasaba fuera. Me decían que el Gobierno me había abandonado».
Juan Pablo II y Arafat
Fuera, Juan Pablo II y Yaser Arafat pidieron su libertad y se sucedió una tormenta política y una negociación con ETA político-militar, en las últimas, pero aún dando coletazos mortales. Dentro, los terroristas le sacaban fotos y le obligaban a escribir cartas: de su familia a Suárez. Él se negó a suplicar, pese a las penosas condiciones de su reclusión en las que jamás se ha recreado. Hay gente que se regodea en el miedo y la desgracia y otra que decide seguir como si las pesadillas solo fueran terrores nocturnos. Él es de los segundos. No se arredró y siguió con su vida y su carrera política donde la dejó.
A los tres meses de su liberación, una operación policial acabó descubriendo parte de su secuestro y el intento sufrido por Gabriel Cisneros. Françoise Marhuenda, vascofrancesa, confesó ser una de las autoras. Varias revelaciones condujeron a la casa de Hoyo y al zulo que ETA había excavado bajo el fregadero que escondía en sus tripas 80 kilos de goma 2, pistolas, una metralleta y una escopeta repetidora, además de gafas, pelucas, grilletes y matrículas falsas, el kit de los secuestradores. Las dos mujeres fueron condenadas, a uno y tres años. Casi una década después se juzgó al resto del comando: Luis M. Alkorta y Arnaldo Otegi. Rupérez no pudo reconocerlos y ambos fueron absueltos en 1989.
En 2014, el magistrado Carlos Galán, natural de Hoyo, escribió un documentadísimo artículo sobre el secuestro. Rupérez contactó con él y ayer las historias cruzadas, las casualidades y la defensa de la libertad propiciaron la vuelta del diplomático a ese pueblo donde se le homenajeó en el ayuntamiento, abarrotado de vecinos, y se elogió su figura. Hubo aplausos y emoción contenida. Rupérez rememoró el secuestro y el final: las palabras de Landelino Lavilla en el Congreso: «Sr. Rupérez, con su libertad, todos hemos recuperado la nuestra».
«No me acuerdo de la casa pero sí de que me introdujeron en el garaje y me ataron al volante», recordó al ver la puerta