CHINA, EL GRAN DESAFÍO
A Xi Jinping le conviene una Rusia debilitada, pero no quiere que Occidente y lo que representa se refuerce con la victoria de Ucrania sobre sus invasores
EL Partido Comunista Chino celebra su vigésimo congreso en unas circunstancias que nadie pudo prever tras la anterior edición del órgano formal de deliberación del poder del gigante asiático. Primero la pandemia de Covid-19, y ahora la injustificable invasión rusa de Ucrania, han conformado un escenario mundial contra el que se han estrellado las previsiones del régimen de Pekín, cuyo objetivo no es otro que convertirse en una superpotencia global. La pandemia ha dejado un amargo sabor de boca en todo el planeta y las autoridades chinas no han logrado aclarar las sospechas sobre el origen de un virus que ha causado millones de muertos y un frenazo inédito en la actividad económica de los principales mercados. Los planes de extender la globalización económica y el pragmatismo político iliberal a través de proyectos que pretendían restaurar la Ruta de la Seda se han quedado en una nebulosa indefinida. En cuanto a la guerra de Ucrania, los dirigentes chinos tampoco han logrado conjugar sus principios proclamados de respeto a la integridad territorial de los estados, con la tentación de sacar tajada de un acontecimiento intolerable desde cualquier punto de vista.
De hecho, la invasión desencadenada por Vladímir Putin constituye, como no cesa de repetir el autócrata ruso, un simple capítulo de la guerra que pretende llevar a cabo, en su sentido más amplio, contra el liberalismo y la democracia occidental, y hasta ahora la pretendida neutralidad china está más lejos de Kiev que de Moscú, con todo lo que esto significa. La timidez de los apoyos de China a Rusia se explica, sobre todo, porque a Pekín le conviene verla debilitada para convertirla en un vasallo de sus intereses y su tecnología, mientras que la economía china saca tajada de los inmensos recursos energéticos rusos. Xi Jinping no quiere, sin embargo, que Occidente y lo que representa en el mundo se refuerce con la victoria de Ucrania sobre sus invasores. No es casualidad que el presidente norteamericano Joe Biden acabe de señalar abiertamente que es China, y no Rusia, el factor más inquietante para la estabilidad del mundo libre. Probablemente los discursos de este congreso vayan a estar plagados de referencias nacionalistas y expansionistas, inspirados por las aspiraciones de aplastar la libertad en Taiwán, igual que Pekín ha hecho en Hong Kong.
La orientación política interna del régimen chino, con la decisión inédita de prolongar otros cinco años el mandato de su máximo dirigente, prepara el escenario para que acabe siendo un cargo vitalicio, con vocación de convertirse en el nuevo Mao contemporáneo, lo que refuerza las raíces totalitarias de una organización que no permite la menor disidencia ni el debate abierto en la sociedad. Es cierto que en esta década, en la que Xi ha estado al frente del país, China ha logrado grandes progresos económicos y científicos, y es natural que gran parte de la sociedad china prefiera disfrutar las ventajas de ese desarrollo, que le proporciona beneficios materiales que no habían conocido sus antepasados, antes que reclamar una libertad que nunca han disfrutado, ni siquiera en las épocas de esplendor en la antigüedad. No es casual que el régimen chino se esté volcando en el desarrollo de su mercado interior, con la esperanza de mejorar el nivel de vida de la población. El futuro dirá si ese desarrollo sirve también para elevar las naturales aspiraciones de los chinos hacia una mayor libertad en todos los sentidos, que sería el mejor horizonte para todo el planeta.