La Iglesia en Nicaragua
«Todo lo que está sucediendo desde hace casi cinco años va en la dirección de convertir a ese querido país del corazón de Centroamérica en un caso similar a Cuba o Venezuela: sociedades martirizadas que llevan décadas sometidas a represión y a las que sus dirigentes han arrastrado a la miseria. En medio de tanta desolación, la Iglesia persevera en la búsqueda de una reconciliación fundada en la libertad, la verdad y la justicia, y animada por la esperanza que viene de Cristo»
NICARAGUA sufre una violación masiva de derechos humanos, una honda inseguridad social y una compleja crisis político-económica sin visos de salida. Esta tremenda situación comenzó a hacerse patente en 2018 y se ha agravado en los últimos meses con la dura persecución a la Iglesia católica por parte del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo, marido y mujer, presidente y vicepresidenta. Quienes detentan el poder de esta república presidencialista de partido hegemónico atacan a la Iglesia porque ella representa el último reducto de libertad y esperanza que aún les queda a los nicaragüenses. En los últimos meses han expulsado al nuncio y a religiosas, arrestado a un obispo y otros sacerdotes, por citar los hechos más elocuentes, pero desde el principio se ensañaron con instituciones católicas como la Universidad Centroamericana (UCA) de los jesuitas en Managua. Quiero honrar el coraje de esa institución que acaba de recibir la medalla san Pedro Canisio, por su pertinencia, coherencia y calidad a lo largo de más de seis décadas.
Guardo vivo en mi memoria cómo hace tres años y medio en una comida en el Palacio Real de Aranjuez presidida por el rey Felipe VI, tras la reunión anual del Patronato del Instituto Cervantes al que pertenecí cuando era rector de Comillas, abordé al embajador de Nicaragua y le expuse mi preocupación por cómo estaba siendo hostigado el rector de la UCA. Con total desfachatez me respondió que estuviera tranquilo, porque en su país no pasaba nada malo. Lo cierto es que el rector P. Idiáquez tuvo que abandonar Nicaragua y nunca pudo regresar.
En abril de 2018 una protesta de los jubilados por la reducción de sus pensiones fue duramente reprimida por el régimen Ortega-Murillo. A los jubilados se sumaron primero los universitarios y luego mucha más gente, incluidos los campesinos. Se produjo la marcha más multitudinaria que se recuerda: cientos de miles tomaron las calles exigiendo cambios; levantaron barricadas (los ‘tranques’) bloqueando las principales vías de comunicación, y el Gobierno tuvo que aceptar una mesa de diálogo para negociar soluciones, con la mediación de la Iglesia católica. Pero aquel diálogo fue utilizado solo para ganar tiempo, conseguir la retirada de los ‘tranques’ y recuperar el control que habían perdido. Después vino un reguero de muertes –unas trescientas cincuenta personas– y de presos políticos.
El régimen se ha ido vengando de todos los que, de un modo u otro, apoyaron las protestas de 2018. Ortega lo recordaba hace unos días en un discurso alabando al Ejército y a los que él llama la ‘policía voluntaria’ (paramilitares) que ‘restauraron la paz en 2018 ante golpistas, terroristas y criminales’. Primero, encarceló a los líderes de las manifestaciones; después, en el año de las elecciones nacionales, apresó a todos los precandidatos a la presidencia; paralelamente, cerró todos los medios de comunicación independientes o críticos y ha ido mandando que se despoje de personalidad jurídica a unas dos mil ONGs, silenciando hasta al más pequeño activista que denuncia en redes sociales. Se estima que más de cien mil personas se han visto forzadas al exilio. Desde hace unos meses el foco de la represión apunta directamente a la Iglesia.
Es cierto que desde el comienzo se acusó a la Iglesia de promover las protestas, organizar grupos violentos e «incitar al odio» «desestabilizando el país» y «conspirando contra el Estado». Obispos como Silvio Báez, muy activo en denunciar los abusos en las redes sociales, tuvo que exiliarse. Otros siguieron dentro hablando claro desde el púlpito, como el recientemente arrestado Rolando Álvarez. Este año la presión se ha redoblado: en marzo expulsaron al nuncio, después a algunas religiosas, tratándolas como criminales; quien viaje al extranjero acaso no pueda ya regresar. Actualmente hay nueve sacerdotes y dos seminaristas apresados en la cárcel más cruel del país. Además, monseñor Álvarez, obispo de Matagalpa, está bajo arresto domiciliario. Todos ellos han sido detenidos o silenciados por ejercer su ministerio pastoral con valentía; sus ‘nefandos delitos’ consisten en denunciar las constantes violaciones de los derechos humanos y pedir oraciones al pueblo por la libertad y democracia del país. La vicepresidenta Murillo lanza cada día por televisión sus soflamas sobre lo humano y lo divino con diatribas contra imaginarios golpistas, terroristas y criminales, a los que acusa de «delitos de lesa espiritualidad»; delitos solo existentes en una mente retorcida, obtusa para la ética y nula para la estética. Alguien tendría que decirle a esta señora lo que el Rey Juan Carlos le espetó a Chávez en un momento memorable.
La presión internacional la ejercen Estados Unidos, la Unión Europea, Reino Unido, Suiza y Canadá, mientras que la mayoría de los países latinoamericanos miran para otro lado. Sancionar es una vía necesaria, pero lenta y, además, dolorosa para el sufriente pueblo, en contra de la cual actúan Rusia y China.
Estados Unidos ha aprobado una ley para «Reforzar el cumplimiento de condiciones para la reforma electoral en Nicaragua» (Renacer, por sus siglas en inglés), con la posibilidad de fuertes sanciones. En agosto, el Senado norteamericano aprobó una iniciativa para revisar la participación de Nicaragua en el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, República Dominicana y Centroamérica. Probablemente eso hizo que Ortega mostrase a los principales presos políticos ante sus medios de comunicación para frenar la aplicación de esa medida. También este pasado agosto, los 27 miembros de la Unión Europea acordaron penalizar a altos cargos del régimen, entre ellos la esposa y el hijo de Ortega, acusándoles de ser «responsables de graves violaciones de los derechos humanos y/o acciones que socavan la democracia o el Estado de Derecho en Nicaragua». El Parlamento europeo acaba de aprobar una resolución condenando la política represiva contra la Iglesia católica en Nicaragua, y exigiendo, entre otras cosas, la inmediata liberación de monseñor Álvarez.
Apesar de todos los ataques y vejaciones, la Iglesia no cesa de apoyar la vía de la reconciliación mediante un diálogo nacional sincero y abierto, como el Papa volvió a pedir en el ángelus del pasado día 21 de agosto, al igual que el cardenal Brenes, arzobispo de Managua. Esa es la opción deseada por la gente de bien. Pero a nadie se le oculta que exige la liberación de los presos políticos y la restitución de las libertades y derechos fundamentales. No podemos olvidar que el régimen no ha cumplido ni uno solo de los acuerdos del diálogo precedente, ruinmente aprovechado para rearmarse y reprimir con más saña. Ortega y Murillo no parecen tener ninguna necesidad de dialogar, pues detentan el control total del país. ¿Lograrán algo las sanciones internacionales?
Todo lo que está sucediendo desde hace casi cinco años va en la dirección de convertir a ese querido país del corazón de Centroamérica en un caso similar a Cuba o Venezuela: sociedades martirizadas que llevan décadas sometidas a represión y a las que sus dirigentes –que viven opíparamente– han arrastrado a la miseria. En medio de tanta desolación, la Iglesia persevera en la búsqueda de una reconciliación fundada en la libertad, la verdad y la justicia, y animada por la esperanza que viene de Cristo. El bien prevalecerá, y ojalá sea más pronto que tarde.