ABC (Andalucía)

Se busca camión para mudanza a Tarrasa

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SALVADOR SOSTRES

Lo único trascenden­te del partido de ayer era si el Madrid sentenciab­a definitiva­mente a Xavi o el de Tarrasa saldría con alguna vida extra del Bernabéu. Laporta llegó al clásico harto de Xavi y de su hermano, indignado con su pobre rendimient­o pese a haberle dado máxima libertad –equipo médico incluido– y casi todos los jugadores que había pedido. El Madrid se jugaba poco más que el orgullo, es decir, el pasado; y el Barça se jugaba el entrenador, el proyecto deportivo del presidente y la validez y continuida­d de algunos jugadores, como Dembélé. Es decir, se jugaba el futuro, con el agua al cuello y más agonía que esperanza.

El partido fue como todos los del Barça, tocando y tocando para no hacer nada; el Madrid hacía poco, pero siempre letal y Benzema necesitó sólo 11 minutos para poner las cosas en su lugar y marcar el primero. Busquets le hizo falta a Kroos, pero sin acabar de hacerla, Vinicius pasó por encima de Sergi Roberto, y el francés hizo lo que él sabe que hace mejor que nadie en el mundo. Fue un gol paradigmát­ico. Todas las flaquezas del Barça, todas las fortalezas del Madrid. Fue un gol del Madrid al Barça, de Ancelotti a Xavi, de Florentino a Laporta. Fue un gol que el fútbol real le metió al sistema onanista que sólo existe en las cabezas de los hermanos Hernández.

Si el fútbol de Guardiola en el Barça era femenino, el de Xavi es cursi. Afectado, con posturitas, pero sin contenido. Busquets, muy apurado, encarnaba uno de los mejores versos que ha escrito Sabina en los últimos años: «acabaré como una puta vieja/ hablando con mis gatos». Lewandowsk­i, también paradigmát­ico de lo que es en estos momentos el Barça, falló lo que sólo falla ante los grandes equipos. Valverde a la media hora le mostró a Xavi el camino de regreso a Tarrasa. La tarde se quedaba sin misterio y la única gran incógnita que quedaba por despejar es qué va a hacer el todavía entrenador con esta insólita colección de pantalones blancos y camisetas negras que se ha comprado. Después de lo de ayer en el Bernabéu, y apeados de la Champions en octubre, si sale vestido así por Barcelona, lo crujen a palos.

Conociendo a Laporta, estaría cabreadísi­mo y destrozado. Él sabe que su segundo proyecto deportivo ha fracasado, y lo que más le duele es que haya sido con un entrenador al que él no quería en modo alguno. Ni le gustaba su carácter, ni le gustaba su despliegue familiar, y además le reprochaba que no hubiera tenido la humildad –como Pep– de empezar entrenando al filial. Hay algo descorazon­ador en Xavi, y es que siempre juega el mismo partido, contra quien sea, y al final siempre pasa lo mismo. Escribir sobre él es la crónica de una tristeza anunciada. Una dimisión sería una salida elegante, porque no es mala suerte, ni crueldad de la Champions, sino que él no sirve para el cargo. No alcanza. Y cuando tú te das cuenta de esto y eres una persona decente, lo que tienes que hacer es pedir perdón, dar las gracias y marcharte. Sobre todo en la desgracia, demostramo­s nuestra clase. «–Estúpido. Como si importara cómo cae un hombre. –Cuando todo lo que te queda es caer, importa muchísimo».

La segunda fue aún más dramática. El tercero, de Benzema, no subió por fuera de juego, pero no porque un Barça de brazos caídos no mereciera una derrota más severa. Pero un Madrid condescend­iente, muy poco preocupado, no jugaba a matar y dejaba vivo al Barça. Los tres cambios parecieron una burla, dando entrada nada menos que a Alba, Ferran y –a esas alturas– Gavi.

Ferran marcó y puso algo de emoción a los minutos finales. No es que el Barça mejorara, pero en la última media hora el Madrid perdió completame­nte el interés por el partido y se dejó hacer de todo, y bastó muy poquito para que le recortaran distancias. También muy poquito le bastó, penalti clarísimo mediante, para volverlas a ampliar. El Madrid ganó. Pero sobre todo perdieron el Barça y Xavi. Cuando tú lo que piensas de la vida es Alba y Ferran –por mucho que marcara–, ya sólo te queda el camión de mudanzas. Ni ante un Madrid que se ausentó prácticame­nte toda la segunda mitad, el Barcelona fue capaz de hacer nada que no fuera la asunción silenciosa de su destino trágico.

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