LAS TRES VIDAS DE PERICO EL FAQUIR, CAPITÁN DEL REAL MADRID
APerico Escobal, ingeniero industrial de Logroño, lo metieron en la cárcel en los primeros días de la guerra, estuvieron a punto de fusilarlo, lo trataron como a un perro, le destrozaron la espalda, lo arrojaron al exilio con su mujer y su hijo pequeño.
En Nueva York tuvo que empezar una nueva vida, una vida en otro idioma. Comenzó en una pequeña tienda de electrodomésticos y acabó trabajando para el ayuntamiento neoyorquino y encargándose de mejorar el alumbrado del barrio de Queens. Su hijo, Pedro Escobal Castroviejo, matemático, participó en la misión del Apolo XI que puso al primer hombre en la Luna. Perico regresó a España en alguna ocasión, únicamente de visita. Murió casi centenario en su casa de los Estados Unidos.
Pero, antes de que le sucediera todo eso, Patricio Pedro Escobal fue el Faquir.
El 17 de mayo de 1924, el Real Madrid Club de Football festejaba la inauguración del nuevo campo de Chamartín. Hasta entonces, el equipo blanco había jugado sus partidos en una tosca parcela situada en la calle O’Donnell, un recinto vallado y sin comodidades, o en el velódromo de Ciudad Lineal, más moderno y confortable, pero muy alejado del centro. Chamartín era otra cosa. «El campo, admirablemente dispuesto para el juego, es sin disputa el que reúne mayores ventajas para los ejecutantes del deporte inglés», describía el periódico ‘El Liberal’. Aquella tarde se habían reunido más de veinte mil personas para estrenar el campo y de paso ver el partido amistoso contra el Newcastle, campeón de la Copa de
Patricio Pedro Escobal, futbolista republicano, estuvo a punto de morir en la cárcel, pero logró marchar al exilio. En Nueva York, donde murió en el anonimato, trabajó como ingeniero y publicó ‘Las sacas’, sus memorias de prisión, que ahora se reedita
Inglaterra. El infante Don Juan, hijo de Alfonso XIII, dio la patada inicial. Los partidos internacionales eran una rareza en aquel tiempo y recibir al Newcastle era como invitar a merendar a la Reina Madre. Acabó ganando el Real Madrid por «tres ‘goals’ a dos» y los diarios locales celebraron la gesta con el entusiasmo del niño que consigue derrotar por primera vez a su padre al mus.
Perico Escobal jugó aquel partido. Los forofos le apodaban ‘el Faquir’, quizá porque era un tipo alto y pintón, esbelto pero fuerte, atlético, expeditivo, impetuoso. Escobal y Manzanedo formaron la línea defensiva titular del Madrid. En el campo, Perico no se andaba con melindres ni florituras y alejaba el peligro a zurriagazos. Medía un metro noventa, sacaba una cabeza a la mayoría de sus rivales y aprovechaba su buena planta para imponer en su área la ley del más fuerte. Según recogieron los periódicos, los futbolistas ingleses, que no eran precisamente alfeñiques, se hicieron lenguas del poderío de ‘el Faquir’.
Aquella tarde de gloria en Chamartín marcó un hito en la evolución del fútbol, aunque quizá Escobal y sus compañeros no fueran aún del todo conscientes. Cuando Perico llegó al Real Madrid, en la temporada 19211922, solo era un chavalote de Logroño al que le gustaba dar patadas a un balón de cuero con costurones. Estudiaba en el colegio El Pilar y quería matricularse en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales.
No existía aún el Campeonato Nacional de Liga, así que los equipos se limitaban a jugar trofeos regionales y la Copa de España, que era la gran competición. Escobal hizo muy buenas migas con Santiago Bernabéu, un abogado albaceteño ocho años mayor que él, delantero goleador, con el que solía salir de farra por Madrid. Era la suya una vida burbujeante de cócteles y mujeres, una ‘belle époque’ de jóvenes gallardos sin otras preocupaciones que los lances románticos, los exámenes de álgebra y los remates de cabeza.
Ideales republicanos
El año 1924 quedó marcado con letras de neón en la memoria de Escobal. Unos días después de la inauguración de Chamartín, Perico fue convocado con la selección española para disputar los Juegos Olímpicos de París. En ‘Las sacas’ se escucha un eco de aquel viaje, cuando alguien menciona el nombre de Chomin Acedo, un antiguo extremo izquierdo del Athletic de Bilbao que dirigía las patrullas de ejecución en Haro. Dice Escobal que Acedo, «insincero y fanfarrón», fue el único de sus compañeros con el que no trabó amistad en su aventura olímpica.
‘El Faquir’ no llegó a debutar con la selección nacional, que perdió el único partido que disputó en Francia. El 25 de mayo, en el estadio de Colombes, España cayó frente a una Italia que, indiferente a las modas, ya ganaba los partidos a la italiana: con un gol del rival en propia puerta en los últimos minutos.
En aquella selección jugaba como delantero una de las primeras figuras del Real Madrid y del fútbol español: Juan Monjardín (1903-1950). Perico Escobal y Monjardín compartían equipo, familia acomodada y vocación estudiantil. A uno le tiraba la Ingeniería y el otro iba para agente comercial. Les separaba todo lo demás. El defensa ya se inclinaba por los ideales republicanos y el delantero acabaría ingresando en la Falange. Pero, más allá de estas posturas políticas opuestas, había algo que con el tiempo los convertiría en rivales encarnizados. Perico se dio cuenta de que el fútbol estaba dejando de ser un entretenimiento de señoritos para convertirse en un deporte que movía mucho dinero. Miles de espectadores, páginas de periódicos, repercusión social. La vieja idea de que los equipos se nutrían de mocetones que estudiaban en los colegios de la zona cambió de repente: los clubes empezaron a prosperar y los futbolistas comenzaron a sentirse meras mercancías que generaban dinero, pero se quedaban fuera del negocio.
Monjardín asistió horrorizado a la pretensión de algunos de sus compañeros de recibir sueldos por pegarle patadones a un balón. Los despreciaba por haberse convertido en «vividores del fútbol». Soñaba Juan Monjardín con un deporte puramente aficionado, que siguiera siendo un pasatiempo para diletantes y no una profesión más con salarios dignos para sus peones. El delantero del Real Madrid fue consecuente con su opinión y decidió colgar las botas a los 26 años, en la cima de su popularidad. Perico Escobal escogió el camino inverso. Se convirtió en uno de los promotores de la primera Asociación Nacional de Trabajadores del Football. El 22 de agosto de 1929 se constituyó el sindicato que, según se dijo en su presentación pública, en la Casa del Pueblo de Madrid, «no pretende reñir con los clubes, sino lograr que traten a los jugadores en condiciones que conviertan el contrato de trabajo en el documento humano que en la actualidad las leyes exigen». La asociación no tuvo vida más allá de estos primeros impulsos, pero ejemplifica el cambio acelerado que se estaba viviendo en el antiguo «deporte inglés», convertido en espectáculo de masas.
En 1929 se disputó el primer Campeonato Nacional de Liga. Perico Escobal ya no estaba en el Real Madrid. En 1928, tal vez por problemas físicos o quizá porque le daban más facilidades para acabar los estudios de Ingeniería, el Faquir se mudó a otro equipo de la capital, el Racing Club, que quedó encuadrado en Segunda división. Había estado seis temporadas en el equipo blanco, había sido capitán, había formado con su compañero Quesada una línea defensiva casi impenetrable. Perico Escobal aún regresó al Real Madrid para disputar una última temporada, la 1930-1931, pero apenas saltó al campo. El futbolista riojano supo que le había llegado la hora de cambiar de vida y retornó a su ciudad para trabajar como ingeniero municipal. Luego llegaron el torbellino, la tortura, el miedo, la enfermedad, el exilio.
En diciembre de 1972, el periodista Tico Medina visitó la casa del oftalmólogo Ramón Castroviejo en Long Island (Nueva York). El extenso reportaje se publicó en las páginas dominicales de este diario.
En un momento dado, Castroviejo le presentó a su cuñado, un tal Patricio Pedro Escobal, al que Medina retrata como un hombre de buen aspecto, «con las piernas fuertes y morenas», que venía de jugar al tenis con la raqueta en la mano. Escobal cogió entonces un ejemplar de ‘Las sacas’, el libro que había publicado en 1968, y se lo entregó al periodista con un ruego: «Llévele esto a Bernabéu, le gustará saber de mí. Fuimos compañeros jugando al fútbol». La obra no estaba aún editada en España, que enfilaba los últimos años de la dictadura franquista, y Tico Medina, que cumplió el encargo, se limitaba a definirla como «una historia dramática y sangrienta de nuestra Guerra Civil».
La angustia del condenado
Murió casi centenario en Manhattan. Sobre su apabullante biografía se fueron hundiendo, uno a uno, todos los clavos del siglo XX. Nadie sabe a qué pudo dedicar sus últimos pensamientos. Tal vez a su mujer, Teresa Castroviejo, o a su hijo Pedro, aquel matemático cuyos cálculos ayudaron a fijar las coordenadas del primer alunizaje. Quizá recordase los amargos meses de prisión en Logroño, la angustia infinita del condenado, la enfermedad y la zozobra del exiliado, la aventura de comenzar otra vida en un país distinto. O puede que le viniesen a la mente sus años de fútbol, esos tiempos en que salía al campo vestido de blanco, la gente lo aclamaba, los periodistas le llamaban el Faquir y el futuro parecía un país llano, fértil y sonriente.