Eolo y el Balón de Oro
Cuando yo era un crío, por el cielo de Cullera sobrevolaban unas avionetas desde las que lanzaban balones de una famosa marca de cremas para el sol. Abajo, en la playa, un enjambre de chavales se arremolinaba esperando con los brazos abiertos a que ese día les sonriera al fin la fortuna. Puesto que los balones bajaban ya oportunamente hinchados para que se viera bien grande el nombre del patrocinador, la dirección del descenso dependía en gran medida de un factor esencial, el viento, que había que calcular. A veces, cuando pensabas que el premio gordo ya era tuyo, Eolo hacía de las suyas y un golpe le daba de repente pañuelo a quien no tenía mocos.
Un día, quién sabe si por intervención directa de Sísifo, con quien siempre me llevé bien a través de Camus, el balón pareció ir por allí pero fue para allá, acabando en las manos de mi padre, que me lo entregó ante la indignación de otro progenitor que, a escasos metros, se veía cruzando la línea de meta. Fue cuestión de suerte, puro azar. Si, más de medio siglo después, me encontrara con aquel niño, que quizás sea ya abuelo, le devolvería simbólicamente el balón, que además era de mala calidad y se pinchaba a las primeras de cambio.
En eso se ha convertido otro balón, el que concede ‘France Football’. Es tan falso que ni siquiera es de oro sino de latón. Su director pasa con la avioneta por encima de clubes, futbolistas y aficiones mientras todos esperan abajo con los brazos abiertos a ver qué coño decide ese día Eolo y si se ha levantado de buen humor o lo ha hecho con el pie izquierdo después de haber discutido la noche anterior con Deyopea.
Es una inmensa farsa, una mentira a la que todos contribuimos en mayor o menor medida. Como la Academia sueca con el Nobel de Literatura o la de Hollywood ya con todo, FF no premia sino que reparte en aras del color de la camiseta. Pascal Ferré decía el otro día que el Real Madrid sabe cómo orquestar campañas cuando resulta que, tras las bambalinas, él dirige la nada con esmoquin, el cero más absoluto de la alfombra roja. Como a mí hace mil años, al City le ha caído encima sin merecerlo este balón de latón con un baño de oro que premia al mejor club del año. Nada de eso habría sido posible sin la intervención directa del caprichoso dios de los vientos, que sopló para cambiar lo justo por lo aleatorio. Un poco más y vuelven a regalárselo a Messi. Quizás el año que viene.