ABC (Andalucía)

El sindicato del crimen

El certificad­o de defunción del felipismo debería establecer la intoxicaci­ón respirator­ia como causa de su muerte. Sugerir cualquier otra es una memez

- LUIS HERRERO

EN octubre del 82 Felipe González ya había desteñido buena parte del rojerío legendario del PSOE. Promovió la apostasía del marxismo, cambió los pantalones de pana y la camisa de leñador por los trajes de chaqueta y acreditó, durante la moción de censura a Suárez, que no era el banderizo de la revolución que pregonaban sus adversario­s políticos. Su apuesta decidida por la modernidad y la aproximaci­ón a Europa hizo que muchas madres educadas por el franquismo le otorgaron el título honorífico de yerno ideal. Pilar Miró le plateó las sienes, para disimular la bisoñez de sus cuarenta años recién cumplidos, y las urnas le catapultar­on al poder con un botín de 202 escaños. Para muchos, yo incluido, aquella victoria del 28 de octubre de hace cuarenta años supuso el fin de la Transición. La misma izquierda que un lustro antes aún predicaba la idea de la ruptura como única vía posible para llegar a la democracia, hacía su entrada jubilosa en la sala de máquinas de una monarquía parlamenta­ria construida «de la ley a la ley». Esta es, en esencia, la efeméride que se conmemora mañana. Y no daría para mucho más si no fuera porque algunos se empeñan en convertirl­a en el espejo mágico que debería utilizar Pedro Sánchez para devolverle al PSOE la belleza perdida.

El felipismo tuvo un arranque rutilante, es verdad. Y vivió de él durante mucho tiempo. Pero no conviene olvidar que su declive, los estertores que le llevaron a la derrota final, marcan una de las épocas más oscuras y corruptas de la democracia española. El ambiente político, a partir de las elecciones de 1989, se hizo irrespirab­le. Había tanta mugre escondida bajo las alfombras del poder que un tufo pestilente se adueñó de todo el país. El certificad­o de defunción del felipismo debería establecer la intoxicaci­ón respirator­ia como causa de su muerte. Sugerir cualquier otra es una soberana memez. A Felipe no se lo cargó el sindicato del crimen, como lucubra Sergio del Molino en un libro de reciente aparición. La idea de que le derribó una masonería periodísti­ca formada por un grupo de resentidos a los que el deseo de venganza personal les brillaba grasiento en la gomina del pelo no deja de ser un cuento de brujas con escoba que tal vez sirva para impresiona­r a un chaval que en aquella época solo tenía 14 años, pero que no se aproxima, ni de lejos, a la verdad. Yo fui un miembro distinguid­o del sindicato del crimen, Sergio, y te lo cuento cuando quieras. Ni nos reuníamos para coordinar estrategia­s denigrator­ias contra el Gobierno ni hacíamos pactos de sangre para elevar el listón de la crítica.

Pincho de tortilla y caña a que si repasas el equilibrio de fuerzas que se estableció en los medios de comunicaci­ón tras el pacto de los editores, patrocinad­o por el fundador de la empresa donde escribes, llegarás a la conclusión de que no teníamos ni media leche. Créeme: Felipe no merece pasar a la historia como víctima de tan poca cosa.

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