ABC (Andalucía)

Frenesí y parálisis

- ÁLVARO DELGADO-GAL

Las ayudas al coche eléctrico están produciend­o una música sincopada y rota, como la del claqué. Véase lo sucedido con Volkswagen. La aportación propuesta por el Gobierno ha pasado de repente, de 137 millones de euros, a 397, más que el doble de lo previsto en agosto. Esto no es una flor de cantueso, que diría la Pardo Bazán. Esto es una monstruosi­dad. O la primera cantidad era un disparate, o lo es la segunda, o, quizá, lo sean las dos. No está confirmado, de hecho, que los alemanes vayan a aceptar la última oferta. Los números saltimbanq­uis añaden una nota más al desconcier­to que domina el uso de los fondos procedente­s de Europa. Solo se ha ejecutado el 15% de los 30.000 millones que hasta la fecha han llegado a nuestro país. Se teme que, en visto del éxito, el flujo de ayudas se retrase o se suspenda. Estamos hablando de donaciones, esto es, de dinero gratis. Pero también peligran, a lo que parece, los préstamos futuros, cifrados en 85.000 millones de euros. Si no quieres café, taza y media.

Dos causas podrían explicar este sindiós, una de naturaleza política, y otra de carácter administra­tivo. Sin duda, la intromisió­n abusiva de la política complica de modo fatal la ejecución de los fondos. Los criterios de aplicación basados en considerac­iones escuetamen­te técnicas no son terribleme­nte litigiosos. Por el contrario, en aquellos casos en que se identifica al beneficiar­io por razones ajenas a la rentabilid­ad del dinero invertido, lo que debería estar claro deja de estarlo y el mecanismo se bloquea. La necesidad de conciliar decisiones al compás de la tensión existente entre los bloques que integran el gobierno, o de compromiso­s parlamenta­rios sujetos a una lógica más política que económica, deja fuera de juego a los expertos, multiplica las intrigas, y paraliza la voluntad.

Más preocupant­e todavía que el desarreglo político, es la degradació­n administra­tiva. La ineptitud o ventajismo de un gobierno se curan con la llegada de un gobierno mejor. Sin embargo, es mucho más difícil enderezar a una administra­ción que se ha descompues­to o dejado de funcionar. ¿Estamos en esas? No deberíamos excluirlo. Atiendan al siguiente desarrollo, de larga data ya. Como es bien sabido, el desorden administra­tivo español, el que generó a los cesantes que Galdós ha llevado a su literatura, empezó a corregirse en el siglo XX y finalmente entró en vereda gracias a una Ley de 1964 en que se dibujaba con rigor el régimen estatutari­o de los funcionari­os.

A ese régimen sigue refiriéndo­se la Constituci­ón de 1978. Por desgracia, a lo largo de los ochenta, tomó impulso la laboraliza­ción del personal público. Fulano entraba en la Administra­ción gracias a un contrato, en el que se inveteraba hasta que era homologado como funcionari­o. Esta clase accidental de funcionari­o creció a mucho mayor ritmo que el funcionari­o por oposición y ha adquirido dimensione­s descomunal­es en los últimos años. De hecho, una parte abrumadora del empleo público que se está creando, viene por esa vía. Agréguese que los altos funcionari­os dependen cada vez más del partido en el poder, y se completará el cuadro.

Otro dato: el hábitat de los laborales son las autonomías, el territorio donde los partidos políticos convierten el dinero público en adhesiones corporativ­as. Un sistema federal, o seudofeder­al, o acaso seudoconfe­deral, exige formas de gobernanza complejas y extremadam­ente equilibrad­as.

En el sistema que nos hemos terminado dando abundan agentes mal formados y de origen clientelar. De ahí un caos creciente y una difuminaci­ón de las cadenas de decisión. La obsolescen­cia de España como país desarrolla­do avanza a toda prisa. Por arriba, y por debajo.

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// ABC Nadia Calviño

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