El peligro amarillo
No creo que hayamos visto escena política más cruel y despótica que la registrada en directo por las cámaras en el pleno del régimen comunista chino. La violencia extrema que supone arrastrar públicamente y por la fuerza a un ex-presidente ante el insolente desdén de su propio sucesor sólo ha sido superada —de momento— por la legendaria imagen del sátrapa Sadam Husein descerrajando un tiro en la nuca a uno de sus ministros en plena sesión del Gobierno, pero nada garantiza, en vista del panorama, que no pueda rebasarse ese listón.
La reacción generalizada de Occidente ante semejante atropello nos ha devuelto la monserga del ‘peligro amarillo’, una peligrosa ideología occidental, desde luego, cuyo alcance lo ofreció la olvidada ‘guerra del opio’ o la masacre nuclear que puso fin a la (esperemos que última) Guerra Mundial, muy lejos ya de la sugerencia de Spengler que, todo hay que decirlo, no era ninguna novedad en el balneario nietzscheano en el que ha vivido, entre la ingenuidad y la perfidia, la cultura occidental.
En mi adolescencia viví no poco aterrado por la imagen de Fu Manchú, ese invento de recuelo que Sax Rohmer prestó a la industria de Holliwood, pero nunca sucumbí del todo ante ese pavor. Y sin embargo, y a pesar de las simpatías inducidas en mi generación por el mito maoísta, uno pudimos menos que estremecernos cuando vimos a una larga fila de reos chinos, ataviados de blanco impoluto, arrodillarse y ofrecer la nuca a sus verdugos que, por cierto, parece ser que cobraban el precio de la bala asesina a la familia del ultimado. Y estos días va y viene ante nuestros ojos la temible imagen del presidente Xi exhibiendo su omnipotencia (¡vitalicia!) con el sacrificio público de quien le dejó el puesto, cínico e inmutable, como si pretendiera provocar las viejas e injustas sugestiones que un día supo proyectar sobre el inconsciente colectivo el racismo europeo y americano, aquello del mandarín felino, fautor en la sombra de una maldad sin límites, que el cine de postguerra se encargó de incrustar bajo la corteza cerebral de varias generaciones.
No es racismo esta vez —no nos equivoquemos— denunciar el peligro cierto que supone una China en manos de un Mao de recuelo que recela de Rusia lo justo para no obstaculizar su pulsión imperialista. Acabamos de ver cómo se las gasta ese poder avasallador que permea ya en Occidente desde la deuda yanqui hasta las mercerías callejeras, próspero en gran medida gracias a la connivencia mercantil de las viejas y nuevas democracias del Oeste con el paradójico ‘neocomunismo capitalista’, ese fecundo oxímoron que maneja y explota como quiere el déspota implacable.
No es racismo esta vez —no nos equivoquemos—denunciar el peligro cierto que supone una China en manos de un Mao de recuelo que recela de Rusia lo justo para no obstaculizar su pulsión imperialista