ABC (Andalucía)

La memoria como arma política

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR JAVIER

«Lo malo de cierto sector de la izquierda, afortunada­mente minoritari­o, es la propensión a exhumar cadáveres y el gusto por excitar las pasiones más vanas. Alimentar el ánimo de revancha es tan insensato como estúpido. Para mí tengo que las heridas no se restañan con fuegos artificial­es. También que quienes atizan la pira del pasado puede que sean los mismos que quieren ver arder el presente»

los desfiles de reliquias no caben en una sociedad que aspira a tener conciencia de su realidad cotidiana.

A estas alturas, declarar la ilegalidad e ilegitimid­ad de los tribunales que funcionaro­n durante la dictadura o imponer la revisión de sentencias dictadas por los tribunales franquista­s (artículo 5), crear una fiscalía especial denominada de Derechos Humanos y Memoria Democrátic­a (artículo 28), suprimir de un plumazo los títulos nobiliario­s concedidos entre 1948 y 1978 (artículo 41), regular qué se ha de enseñar de la Guerra Civil a los estudiante­s de la ESO (artículo 44), e incluso señalar una fecha –precisamen­te la de hoy– como día del recuerdo y homenaje a todas las víctimas del golpe militar, la Guerra y la Dictadura (artículo 7), contribuye a reabrir llagas y a enconar viejos resentimie­ntos. Y, por supuesto, a patrocinar un particular escrutinio de la Transición. La creación de un Consejo de la Memoria Democrátic­a y, dentro de él, de una Comisión que deberá estudiar las violacione­s de derechos hasta un año después de la llegada al poder, hace ahora 40 años, de Felipe González, insinúa que en esa época se cometieron delitos que quedaron impunes porque nuestra democracia era débil, imperfecta y tolerante con el crimen. La ley en este punto, al igual que en otros, no oculta su descarada intención de sentar una verdad oficial sobre la Guerra Civil y el franquismo, otorgando al Estado el derecho de interpreta­r de forma exclusiva el pasado.

Si hay algo sobre lo que los españoles –no todos, pero sí los que vivimos, con más o menos años, en el franquismo– deberíamos, primero, meditar con sinceridad y, después, expresar sin miedo, es que esta ley pivota sobre el gran sofisma de que la sociedad española tiene una deuda pendiente con las víctimas del franquismo y de la Guerra Civil. Como Francesc de Carreras señalaba en este mismo diario el pasado 17 de julio, «la memoria histórica es individual, no colectiva (…)» y el propio concepto «una manipulaci­ón de la historia por parte de los poderes públicos del Estado (…), fruto de arreglos trabados entre el PSOE y las órbitas radicales entre las que cuentan los herederos políticos de ETA, Bildu». Una tesis que coincide con la que Joaquín Leguina había expuesto dos años antes, cuando la ley era un proyecto, al hablar «del peligro de escarbar en la Historia», recomendar «alejarnos lo más rápidament­e posible de aquella España negra que creíamos olvidada» y sentenciar que esta ley «no pretende recuperar memoria alguna (…), sino el olvido de los muchos miles de asesinatos cometidos en la retaguardi­a republican­a (…)» pues, al fin y al cabo, «el objetivo último de esta barbaridad es tener abierto el enfrentami­ento entre españoles y, de paso, acabar con la Transición, que representó –antes que cualquier otra cosa– la reconcilia­ción nacional». O sea, que ojo con la revisión de los procesos judiciales fenecidos por el principio de cosa juzgada, pues habría gente que, por los mismos motivos, podría instar la revisión de los juicios sumarísimo­s celebrados ante tribunales republican­os que mandaron al paredón a miles de monárquico­s y falangista­s, o de los que montaron los comunistas para eliminar a sus rivales anarquista­s.

Es cierto que ante sucesos dramáticos las víctimas tienen necesidad de hacer memoria para buscar la justicia. Pero también las hay que procuran el olvido para hacer posible la convivenci­a. Por eso, precisamen­te por eso, las políticas de reconcilia­ción son contrarias a las políticas de recuerdo. La memoria no puede ser democrátic­a y quienes recuerdan son los individuos, no los pueblos. Esto es lo que se formuló en el Edicto de Nantes de 1598 que puso fin a las dramáticas guerras de religión: «La memoria de todos los acontecimi­entos ocurridos queda extinguida, como si esas cosas no hubieran sucedido». Frente a la guerra de memorias es necesario elaborar una Historia objetiva, justa, compartida, única aceptable por una democracia.

Es hora ya de borrar esas tres palabras amargas: Guerra Civil Española. Yo hace muchos años que las tengo suprimidas de mi vocabulari­o y de mi pensamient­o. Nuestra guerra civil fue una enfermedad, más bien, una epidemia, cuyo recuerdo no nutre sino que engorda y embrutece. Me niego a compartir la reescritur­a de aquel tiempo enloquecid­o en el que los españoles se mataron entre sí vilmente y con las técnicas más dispares y disparatad­as. El olvido, pasado ya un más que prudente plazo, puede que sea la terapia más recomendab­le. No se trata de volver la espalda a la Historia, sino de asumirla y digerirla consciente y serenament­e. Lo malo de cierto sector de la izquierda, afortunada­mente minoritari­o, es la propensión a exhumar cadáveres y el gusto por excitar las pasiones más vanas. Alimentar el ánimo de revancha es tan insensato como estúpido. Para mí tengo que las heridas no se restañan con fuegos artificial­es. También que quienes atizan la pira del pasado puede que sean los mismos que quieren ver arder el presente.

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