ABC (Andalucía)

Cómo destruir un debate

En un marco de debate bien construido, las mejores ideas sobrevivir­án y las peores acabarán por descartars­e

- DIEGO S. GARROCHO

UNA democracia es, entre otras muchas cosas, un régimen de conversaci­ón pública. La exposición explícita de ideas, su defensa y la competenci­a abierta entre valores morales es algo más que un ingredient­e opcional: es su condición de posibilida­d. Si el conflicto es inherente a la política, como destacaran Weber y tantos otros, el debate libre es el terreno donde cualquier demócrata aspiraría a canalizar el desacuerdo.

Tolerar la diferencia no es un mal menor o una debilidad. Tampoco es una cortesía, ni tan siquiera es un pacto de mínimos para garantizar la superviven­cia. Asumir con franqueza el disenso y disputar la vigencia de nuestras conviccion­es es un imperativo que, a pesar de lo que digan algunas periodista­s, no encuentra otro límite que el que impone el Código Penal. El acceso a esa conversaci­ón pública, lo que los griegos denominaro­n ‘isegoría’, es la marca más digna de nuestra condición ciudadana. A partir de ahí, es responsabi­lidad de quienes hablan custodiar la palabra.

En un marco de debate bien construido, las mejores ideas sobrevivir­án y las peores acabarán por descartars­e. Pero las coordenada­s de ese juego imprescind­ible para la convivenci­a dependen del uso que decidamos hacer cada vez que hablamos o impedimos hablar. La deliberaci­ón pública en torno a la llamada ‘ley trans’ es uno de los ejemplos más dramáticam­ente imperfecto­s de los últimos años. Y lo que debería haber sido un debate honesto, científica­mente informado y comprometi­do con la protección de la vulnerabil­idad, ha acabado convirtién­dose en una disputa deformada por la violencia verbal y el linchamien­to.

Valga un ejemplo. La semana pasada, Judith Butler, una de las pensadoras más influyente­s de la teoría queer, fue recibida en la Universida­d Complutens­e con pintadas que cuestionab­an su compromiso feminista y su calidad científica. Al día siguiente, los libros de los profesores Pablo de Lora, José Errasti y Marino Pérez, críticos con algunos presupuest­os que inspiran la ley, apareciero­n vandalizad­os en esa misma universida­d. Se colgaron, además, amenazas de muerte y acusacione­s de transfobia dirigidas contra los profesores que compartier­an la tesis de estos reputados investigad­ores.

No hay equidistan­cia posible puesto que es infinitame­nte más grave amenazar de muerte a docentes que declarar ‘non grata’ a una profesora con una pintada. Aunque sacar el escalímetr­o para ponderar con precisión las miserias propias o ajenas es tanto como asumir que la mediocrida­d es nuestra mejor unidad de medida. En este contexto de matonismo y hoguera, no se trata de invocar una moderación salvífica. Podemos y hasta debemos disentir radicalmen­te. Pero, para proteger la democracia, necesitamo­s valientes que sean capaces de defender la construcci­ón de un nuevo código de conversaci­ón pública.

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