Cómo destruir un debate
En un marco de debate bien construido, las mejores ideas sobrevivirán y las peores acabarán por descartarse
UNA democracia es, entre otras muchas cosas, un régimen de conversación pública. La exposición explícita de ideas, su defensa y la competencia abierta entre valores morales es algo más que un ingrediente opcional: es su condición de posibilidad. Si el conflicto es inherente a la política, como destacaran Weber y tantos otros, el debate libre es el terreno donde cualquier demócrata aspiraría a canalizar el desacuerdo.
Tolerar la diferencia no es un mal menor o una debilidad. Tampoco es una cortesía, ni tan siquiera es un pacto de mínimos para garantizar la supervivencia. Asumir con franqueza el disenso y disputar la vigencia de nuestras convicciones es un imperativo que, a pesar de lo que digan algunas periodistas, no encuentra otro límite que el que impone el Código Penal. El acceso a esa conversación pública, lo que los griegos denominaron ‘isegoría’, es la marca más digna de nuestra condición ciudadana. A partir de ahí, es responsabilidad de quienes hablan custodiar la palabra.
En un marco de debate bien construido, las mejores ideas sobrevivirán y las peores acabarán por descartarse. Pero las coordenadas de ese juego imprescindible para la convivencia dependen del uso que decidamos hacer cada vez que hablamos o impedimos hablar. La deliberación pública en torno a la llamada ‘ley trans’ es uno de los ejemplos más dramáticamente imperfectos de los últimos años. Y lo que debería haber sido un debate honesto, científicamente informado y comprometido con la protección de la vulnerabilidad, ha acabado convirtiéndose en una disputa deformada por la violencia verbal y el linchamiento.
Valga un ejemplo. La semana pasada, Judith Butler, una de las pensadoras más influyentes de la teoría queer, fue recibida en la Universidad Complutense con pintadas que cuestionaban su compromiso feminista y su calidad científica. Al día siguiente, los libros de los profesores Pablo de Lora, José Errasti y Marino Pérez, críticos con algunos presupuestos que inspiran la ley, aparecieron vandalizados en esa misma universidad. Se colgaron, además, amenazas de muerte y acusaciones de transfobia dirigidas contra los profesores que compartieran la tesis de estos reputados investigadores.
No hay equidistancia posible puesto que es infinitamente más grave amenazar de muerte a docentes que declarar ‘non grata’ a una profesora con una pintada. Aunque sacar el escalímetro para ponderar con precisión las miserias propias o ajenas es tanto como asumir que la mediocridad es nuestra mejor unidad de medida. En este contexto de matonismo y hoguera, no se trata de invocar una moderación salvífica. Podemos y hasta debemos disentir radicalmente. Pero, para proteger la democracia, necesitamos valientes que sean capaces de defender la construcción de un nuevo código de conversación pública.