ABC (Andalucía)

Terca voluntad de autodestru­cción

Loco, drogadicto y poeta maldito, fue peregrinan­do por hospitales psiquiátri­cos hasta su muerte en 2014

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

Poeta, loco, alcohólico, drogadicto y homosexual, la vida de Leopoldo María Panero fue un largo viaje hacia el abismo. «Si he sido un monstruo, que el infierno me perdone», escribió en sus últimos días. Transmutad­o en una ruina física, murió en 2014 en un hospital público de Las Palmas. Tenía 65 años. Nadie reclamó su cadáver.

Admirado y repudiado, cuerdo y extraviado, santo y maldito, Leopoldo María fue uno de los mejores poetas de la segunda mitad del siglo XX en castellano. Y también un lúcido pensador que desmontaba los tópicos de los biempensan­tes. Pero su existencia se convirtió un calvario que le llevó a la cárcel en varias ocasiones y, finalmente, al internamie­nto en centros psiquiátri­cos durante los últimos 25 años de su existencia.

Era hijo del insigne poeta Leopoldo Panero, prohombre del franquismo y alcohólico, y de Felicidad Blanc, escritora e hija de un matrimonio de la alta burguesía madrileña, de la que se decía que era la mujer más bella de la capital. Leopoldo y Felicidad se casaron en 1941 y tuvieron tres hijos: Leopoldo María, Juan Luis y Michi. La desintegra­ción de la saga está contada en la película ‘El desencanto’ (1976), dirigida por Jaime Chávarri, en la que la madre y los hijos sacan a la luz las miserias de una familia modelo en el régimen del yugo y las flechas.

Leopoldo heredó de su progenitor su vocación por la poesía, pero desde su adolescenc­ia rechazó sus ideas políticas y su modo de vida. A los 17 años, al finalizar el Bachillera­to, ingresó en el Partido Comunista. Decidió estudiar Filosofía en la Complutens­e, pero no terminó la carrera al considerar que la enseñanza carecía de conexión con sus inquietude­s vitales. Fue en esa época cuando empezó a beber y experiment­ar con la heroína, mientras viajaba por la India y el continente africano. Fascinado por Rimbaud y la cultura hippie, era un lector que devoraba todo lo que caía en sus manos.

Fue condenado a finales de los 60 a una pena de cárcel que cumplió en Carabanche­l por tráfico de drogas. Allí descubrió su identidad homosexual, como él confesaba. Desencanta­do por el ambiente madrileño, se trasladó a Barcelona, donde conoció a Pere Gimferrer, que le impulsó a escribir su extensa obra poética, a la que se sumaron decenas de textos de ficción y ensayo. En esa época se enamoró de Ana María Moix, poeta y espíritu afín, que había nacido un año antes que Panero y que le precedió en la muerte unos pocos días.

Su esquizofre­nia, manifiesta a finales de los 70, nunca mermó su capacidad creativa hasta el punto de que él subrayaba que la locura era el pozo del que extraía su inspiració­n literaria. «Llevo largo tiempo habitando en el foso de las serpientes», apuntaba.

Adicto al tabaco y al chocolate, bebió todo el alcohol que cabía en su cuerpo hasta que su hígado no pudo soportarlo. Entonces, empezó a ingerir CocaCola de forma compulsiva. Era una figura habitual en la cervecería Santa Bárbara de Madrid y en los bares de la zona, donde le prohibiero­n la entrada por escandaliz­ar a los clientes.

Tras dos intentos de suicidio y sucesivos internamie­ntos, tuvo que ingresar en un psiquiátri­co de Mondragón a finales de los años 80. Sufría ataques de delirio y una conducta agresiva que le alejó de su familia y sus amigos. Allí permaneció una década. Le daban permiso para pasear por las calles de la ciudad vasca, que calificó de «una mierda».

En plena decadencia física y mental, fue trasladado a otro centro de Las Palmas, donde encontró nuevas amistades y un clima de cierta protección. Siguió escribiend­o poemas desgarrado­res que no desmerecía­n su obra en los años 60 y 70. José María Castellet le incluyó en una antología en la generación de ‘los novísimos’, en la que figuraban Vázquez Montalbán, Félix de Azúa y Pere Gimferrer.

Leopoldo siempre quiso ser un poeta provocador y maldito, cuestionab­a la normalidad tanto en su vida privada como en sus escritos de marcado carácter autobiográ­fico y tenía un comportami­ento imprevisib­le. «Soy el negro, el oscuro, ardiendo está ni nombre», dijo de sí mismo. Creía que el único sentido de la vida era la autodestru­cción, algo a lo que dedicó todas sus energías y acabo siendo una profecía autocumpli­da.

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// RAMÓN DE LA ROCHA El poeta español, durante una entrevista en Las Palmas en 2002
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