ABC (Andalucía)

Paraíso perdido

¿Por qué Brasil ha tenido que elegir entre nacionalpo­pulismo o corrupción, valga la redundanci­a?

- PEDRO RODRÍGUEZ

Brasil es uno de esos países que más que ver, hay que sentir. Ya que, al mismo tiempo, es uno de los lugares más analizados e imaginados del mundo.

Su irresistib­le ensoñación sugiere un alarde de exquisita belleza, cornucopia de riquezas naturales, paraíso de la indolencia sensual, culto al ‘futebol’ y la samba, junto a un mestizaje tan profundo que parece confundirs­e con armonía racial. Toda esa imagen desbordant­e se completó con la transforma­ción de Brasil en una envidiada potencia económica emergente e incluso protagoniz­ar lo más parecido a dos transicion­es democrátic­as en dos décadas: el paso de la dictadura militar a la Constituci­ón de 1988 y la ‘democracia sustancial’ lanzada en 2003 por Lula da Silva, quien se ganó el reconocimi­ento internacio­nal por reducir la pobreza en uno de los países más desiguales del mundo.

El Brasil actual no puede estar más alejado de aquellas idílicas percepcion­es. Su profunda policrisis ha terminado por engendrar monstruosi­dades hasta llegar a los comicios de este domingo, en los que Lula obtuvo el 50,9% frente al 49,1% de Bolsonaro, el margen más ajustado desde las elecciones democrátic­as de 1989 y la primera vez que un presidente no consigue la reelección.

El resultado ha servido para recordar lo profundame­nte que ha cambiado Brasil, no solo en los cuatro años bajo el ‘Trump tropical’, sino en las últimas dos décadas. El viral crecimient­o de las iglesias evangélica­s es un elemento; una fe seguida ahora por casi uno de cada tres brasileños. El poder de presión de la agroindust­ria, que representa casi el 30% del PIB, es otro.

Ambos son decisivos impulsores del bolsonaris­mo que ha llegado para quedarse. En realidad, ni Lula ni Bolsonaro eran opciones buenas.

Los problemas de Brasil, agravados por una transversa­l corrupción política, han terminado por poner contra las cuerdas un sistema donde la separación de poderes y la independen­cia judicial se ha convertido en una sugerencia más que un imperativo democrátic­o. En definitiva, demasiados Catilinas pero sin rastro de un solo Cicerón.

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