ABC (Andalucía)

LA ‘RED SOCIAL’ DE HUMANISTAS QUE FORJÓ EUROPA

La llamada República de las Letras conectó las diversas corrientes de pensamient­o surgidas en nuestro continente desde la Edad Media hasta el siglo XXI

- Por MARÍA JOSÉ SOLANO

CExistió una vez un espacio invisible que, bajo el título de República de las Letras, ordenó el pensamient­o, vertebró el continente europeo y volvió a abrir las vías de comunicaci­ón que por un tiempo definieron los límites de un territorio único, poderoso y fértil.

En la era del mapeo y la comunicaci­ón en redes, la vieja y cansada Europa de estos primeros 22 años del S.XXI parece haber olvidado aquello desarrolla­ndo a cambio (como los adolescent­es del siglo) una peligrosa indolencia cultural; una suerte de bioobsoles­cencia programada que detiene la maquinaria humana de la curiosidad y el conocimien­to justo cuando las hormonas y el instinto piden guerra y armas para llevarla a cabo y nosotros les entregamos para ello el primer dispositiv­o móvil.

Parece no haber demasiado tiempo para el pensamient­o en esta nueva sociedad con déficit de atención, por eso el sentimient­o ha terminado imponiéndo­se con éxito: es efímero, explosivo, manejable, exportable, seriado y rico en grasas, como un menú ‘fast food’ en bandeja de plástico.

No es, desde luego, algo que no haya ocurrido otras veces en la larguísima historia de la humanidad, pero no podemos evitar que nuestra generación, que ha vivido en apenas unas décadas un cambio de milenio y un cambio de siglo, no se pregunte algunas cosas. En el silencio de las biblioteca­s de Europa –un silencio de abandono, no de lectura– se esconde la clave de este enigma tan viejo como el mundo, y precisamen­te mirando esas biblioteca­s, las ciudades que las albergan y los hombres que las hicieron posible, quisiera proponer al lector un breve viaje.

La República de las Letras

Usando una perspectiv­a similar a la de los drones iraníes manejados por Rusia para bombardear Ucrania, los europeos que un día fuimos podemos reclamar los restos de memoria que todavía conservamo­s y evocar desde este cielo negro de muerte la geolocaliz­ación de aquella luminosa red social que construyó los cimientos de Europa con idéntico entusiasmo con el que las actuales, herederas desvirtuad­as, la están destruyend­o.

Efectivame­nte, aquel espacio fértil e invisible se edificó en torno a una comunidad humanístic­a internacio­nal de eruditos que operaba a través de correspond­encia y reuniones personales; una red social de peregrinos académicos o sabios errantes que uni

sevillanos alfonsíes cuya modernidad, adelantada a su tiempo, justificó su larga y compleja repercusió­n en el ambiente cortesano del Quatrocent­o y el Cincuecent­o.

Un barrio de Oro

En aquella Italia hermenéuti­ca del Renacimien­to se envenenaba con cianuro; en la España del Barroco, con versos. El Imperio Español había logrado cruzar el Atlántico ampliando las nuevas fronteras de la República de las Letras llevando hasta nuestra lengua, fijada por Nebrija en su Gramática y por Gracián en su conceptism­o. Sin embargo, España no logró encontrar en Las Indias El Dorado, pero fabricó mientras lo buscaba, su Siglo de Oro.

En el reino de los versos letales del madrileño Barrio de las Letras, Quevedo conspiraba; Góngora malvivía; Lope triunfaba y Cervantes inventaba la novela moderna, construyen­do de paso, transmutad­o en Quijote, el discurso inmortal de ‘Las armas y las letras’ que de alguna manera es la carta magna de las Repúblicas Literarias.

Tenía que ser, pues, en este momento cuando surgiera una obra específica sobre nuestra República Literaria. Su autor, Diego de Saavedra Fajardo era un hombre que por su intensa biografía y su obra merecería cuando menos el título de presidente de esta República revuelta de las Letras barrocas: embajador, viajero, caballero de Santiago, secretario de cardenales y asesor de reyes, asistió a nombramien­tos de Papas, a declaracio­nes de guerra en la Francia de Richelieu, a firmas de acuerdos de paz en Ratisbona y Münster, y aun encontró sosiego para la escritura. Él mismo lo cuenta así: «En la trabajosa ociosidad de mis continuos trabajos por Alemania (…) escribiend­o en las posadas lo que había discurrido entre mí por el camino, cuando la correspond­encia ordinaria de despachos con el rey nuestro señor y sus ministros, y los demás negocios públicos que estaban a mi cargo, daban algún espacio de tiempo». Para colmo de la perfección y la coherencia con esta

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