¿Qué tal chicos?
No quiero experiencias culinarias sino yantar, honrado. Una y no más, santo Tomás
SABES que te arrastran al matadero y que la experiencia te disgustará. Lo sabes. Estás seguro. Pero andas mermado de fuerzas para pelear y además te han pillado en un momento bajo, tonto, facilón. Y entonces te unes a la alegre compañía procurando orillar tu presentimiento, pero cuando de entrada llega una especie de ‘maître’ destilando tono ‘modelno’ por todos su poros para apuntar la comanda y suelta un estrepitoso «¿qué tal chicos?», ese «chicos» tan risueño y confianzudo, teniendo en cuenta las arrugas que roturan nuestros semblantes y nuestra dentadura de viejo caimán algo mellado, se te atraganta y adivinas que nada bueno surgirá de ese local.
Conocí esa cosa absurda llamada snack-bar cuando viajábamos en plan familia Cebolleta durante los setenta. Nunca entendí la diferencia entre un snack-bar y un bar de toda la vida. Mi mente de pequeñuelo trataba de averiguar algún prodigio a costa de ese prometedor ‘snack’ que ornaba el rótulo del antro. Aquello me perturbaba porque no comprendí que era otro engañabobos de pura y artificial moda. Con lo de gastrobar me sucede lo mismo. Sospecho que, añadiendo lo de ‘gastro’, le intentan colar a la buena gente mejunjes de falsa alquimia a precio de oro. Ahora todo es gastro, eco, bio, ‘happy’. Y aquel «¿qué tal chicos?» correspondía a un gastrobar de postín abanderado por una eminencia internacional de nuestros fogones. Cada cinco minutos aparecía el estrafalario mesero o un servicial ‘garzón’ no menos ‘modelno’ que el anterior. Y todos, al pasar por nuestra mesa, entonaban ese «¿qué tal chicos?» dispuesto a crear una atmósfera de colegones, de amigos para siempre, que me agredía el alma. Y dale. A veces variaban la fórmula y mascullaban un «¿Cómo vais chicos, todo bien?», y ese «chicos», de nuevo, me superaba. Las elaboradas tapas que sirvieron se me antojaron algo entre el gastrotimo y el gastrotrampantojo. La cuenta, eso sí, no fue nada chica. No quiero experiencias culinarias, sino yantar honrado. Una y no más, santo Tomás. Y mira que lo sabía…