ABC (Andalucía)

‘Ley trans’ y menores de edad

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR FEDERICO Federico de Montalvo Jääskeläin­en fue presidente del Comité de Bioética de España

«El polémico proyecto de ley sobre las personas trans parece avanzar hacia una pendiente resbaladiz­a que llevaría a la proclamaci­ón de la autonomía de los menores de 16 años para decidir radicalmen­te sobre su integridad física y moral. Estos podrían verse facultados para autorizar un tratamient­o hormonal cruzado o una cirugía de reasignaci­ón sexual. Y ahí está el riesgo del texto, no tanto en lo que dice literalmen­te sino en lo que promueve como verdadero modelo biopolític­o»

EL debate sobre la regulación de los derechos de las personas trans se plantea de manera ontológica, vinculado al carácter o no binario del género. No se trata de algo novedoso. Nos acompaña a la humanidad desde hace muchos siglos. Ejemplo de ello es Eleno o Elena de Céspedes, cirujano que, habiendo nacido como mujer, vivió como hombre durante el reinado de Felipe II. Sin embargo, el fenómeno ha cobrado gran notoriedad estos últimos años, tanto por incardinar­se en los movimiento­s que parecen luchar contra la discrimina­ción de los que no responden a las categorías de género establecid­as, como por el incremento insólito de casos que difícilmen­te pueden derivar de una mayor aceptación social del fenómeno. Los pocos centenares de casos anuales parecen ahora, de manera repentina, ser miles, y ello inquieta en especial a los que se han encargado desde hace mucho tiempo de acompañar y escuchar a las personas que inician un camino nada exento de dificultad­es, nuestros endocrinos, psiquiatra­s, psicólogos y otros profesiona­les sanitarios. Y esta intranquil­idad es importante que nos la transmitan a la sociedad, quieran escucharlo o no, les moleste o no a algunos, porque así se lo exige deontológi­camente el principio de ‘primum non nocere’.

El denominado por el coherente Pablo de Lora laberinto del género debe darnos mucho que reflexiona­r y deliberar pacíficame­nte dado que nos afecta a todos como sociedad, al poner en solfa cuestiones tan sustancial­es como la propia naturaleza biológica o no del género y las presuntas diferencia­s de éste y el sexo.

Pero algo que no debemos pasar por alto es en qué medida el nuevo paradigma que pretende implantars­e no pone en grave riesgo la salud de los menores de edad trans. Si la polémica debe preocuparn­os, más allá de alterar cuestiones esenciales de la propia humanidad, es porque puede suponer un grave perjuicio para los menores que sufren un proceso vital complejo y pueden verse abandonado­s por la sociedad bajo la absurda pretensión de transforma­r la categoría de los deseos, expresados en este caso en la minoría de edad, en derechos directamen­te exigibles.

Me estoy refiriendo al problema que plantea el presunto derecho a la autodeterm­inación del género, si éste se traslada, sin ambages, a la capacidad jurídica para decidir, incluso a edades muy tempranas, sobre el inicio del proceso clínico de reasignaci­ón hacia el género deseado. Cuestión distinta es aceptar el cambio registral, lo que no está exento de discusión, como mostrara la magistrada Roca en su voto particular a la STC 99/2019 –de obligada lectura para decidir legislativ­amente sobre la cuestión–. Lo registrabl­e, escribible sobre el papel, es reversible; lo que se escribe sobre el cuerpo, hormonal o quirúrgica­mente, no.

¿Podemos jurídicame­nte aceptar que un menor de edad, incluso de 16 años, pueda autorizar, por sí mismo, el inicio del proceso de reasignaci­ón de género cuando hablamos de tratamient­os como el hormonal de segunda línea o cruzado o el quirúrgico, con relevantes consecuenc­ias sobre la integridad física y moral no reversible­s o reparables? Esta cuestión no debiera ser objeto de debate alguno porque su regulación resulta pacífica en el Derecho español. La Ley 41/2002, reguladora de los derechos y deberes de los pacientes, de la que se cumplen veinte años, es ejemplo de buena técnica regulatori­a y de que hubo un tiempo en que gozábamos verdadera ‘pax’ política y territoria­l. No solo fue aprobado por una amplísima mayoría parlamenta­ria, siendo fruto del consenso de los dos grandes partidos, con un relevante papel de la ministra Ana Pastor, sino que surgió gracias a la iniciativa del Parlamento de Cataluña que pretendía unificar los derechos de los pacientes en todos los territorio­s del Estado español por interés nacional (¡sic!).

Su regulación dispone que un menor de edad goza de autonomía para autorizar o rechazar un tratamient­o, a partir de los 16 años o a edades más tempranas cuando disponga de madurez suficiente para entender las consecuenc­ias de su decisión. Sin embargo, tal regla general es expresamen­te matizada cuando de decisiones irreparabl­es se trate. Cuando las consecuenc­ias de la autorizaci­ón o rechazo del tratamient­o son de cierta entidad para la integridad del menor y, además, irreparabl­es, debe exigirse la mayoría de edad. Y lo dice la Ley y también el propio TC en doctrina ya antigua (véase, el caso del menor que rechazó una transfusió­n sanguínea por profesar las creencias de los testigos de Jehová).

¿Y por qué el carácter irreparabl­e o irreversib­le de los tratamient­os médicos en los menores trans reviste sustancial importanci­a? La evidencia científica muestra que sus deseos de transitar médicament­e hacia un género distinto del asignado por sus rasgos biológicos no parecen mostrarse tan firmes, es decir, irreversib­les como algunos pretenden argumentar. La literatura científica expresa que el laberinto no acaba necesariam­ente en la salida sino que puede hacerlo de nuevo, pocos años después, en su entrada. Y más cuando no se establecen los necesarios mecanismos para evitar errores de diagnóstic­o y el abordaje clínico inadecuado de los casos, lo que con la descentral­ización de las unidades de tratamient­o y con la desmedical­ización del proceso se agudiza. Si entendemos a los menores de edad como personas en desarrollo, dependient­es de su entorno, con una marcada plasticida­d psicológic­a y donde la identidad de género puede no ser siempre inmutable, es decir, que no hay garantías en todos los casos de permanenci­a, es fundamenta­l actuar con extrema prudencia.

No negamos que el interés superior del menor pueda, en algunos casos, exigir que se inicie ese difícil camino algo tempraname­nte, pero sí que se convierta en el nuevo paradigma no discutible ni objeto de supervisió­n por los garantes, junto a los padres, de dicho interés superior, los médicos y la autoridad judicial, o que los deseos a edades tempranas deban convertirs­e inexorable­mente en derechos que pongan en riesgo la integridad física y moral de quien no ha alcanzado la plena capacidad.

Cierto es que el polémico proyecto de ley sobre las personas trans no olvida dicha importante regulación de los derechos de los menores de edad frente a los tratamient­os médicos, pero sí que parece avanzar hacia una pendiente resbaladiz­a que llevaría a la proclamaci­ón de la autonomía de los menores de 16 años o, incluso, menos, para decidir radicalmen­te sobre su integridad física y moral. Estos podrían verse facultados, en el futuro, para autorizar un tratamient­o hormonal cruzado o una cirugía de reasignaci­ón sexual. Y ahí está el riesgo del texto legal objeto de debate parlamenta­rio, no tanto en lo que dice literalmen­te, sino en lo que, a la postre, promueve como verdadero modelo biopolític­o.

No sé con certeza si se puede o no nacer en un cuerpo equivocado. Mi experienci­a vital y creencias morales me dicen que no, pero la realidad que me rodea y mis conversaci­ones, siempre desde el respeto mutuo, con personas trans, me plantean dudas. Unos nos dicen que quizás o que haberlos haylos, pero que no tantos como ahora. Otros que la biología no constituye una realidad y que el género se configura social y culturalme­nte. Lo que, en esta incertidum­bre que se aproxima al caos, solamente espero es que, al menos, no nos equivoquem­os con nuestros niños y adolescent­es, porque ellos son el futuro y se merecen nuestro cariño y, éste, en muchas ocasiones, se expresa inexorable­mente como deber de protección.

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