Banksy y Sontag
CUANDO Susan Sontag publicó ‘Contra la interpretación’, en 1961, su idea de un escritor se correspondía con el tipo de persona interesada por todo. Casi 30 años después, viajó a la ciudad sitiada de Sarajevo para representar ‘Esperando a Godot’, de Beckett, con actores bosnios.
En Sarajevo Sontag se sintió interpelada acerca de la inutilidad de la creación ante el horror. El arte moderno no salva a nadie, pero acompaña. Hasta ese momento, la escritora había estado en Vietnam del Norte, también en Israel, pero nunca había desconectado con el mundo exterior. Una década después de aquel viaje, cuando presentó en España su libro ‘Ante el dolor de los demás’, declaró a ABC: «En Occidente vivimos la sociedad del espectáculo, pero no podemos convertirnos en meros espectadores».
Aunque mantuvo su voluntarismo, la carcoma de la experiencia parecía haberse alojado en su interior. Su compasión por un mundo que sufre se vio refutada por la evidencia del dolor cuando supura. Durante aquel asedio, que duró 1.425 días, Sarajevo resistió con un espíritu desafiante. Se celebraron 180 estrenos en diferentes teatros, 170 exposiciones, diferentes festivales o 48 conciertos, en los que participaron también estrellas mundiales.
Hay ecos de aquel episodio en la Ucrania actual: por la entereza de la resistencia ante la invasión rusa y, sobre todo, por la repercusión mundial en un tiempo, eso sí, en el que todo se replica y se olvida con una velocidad pasmosa.
Este fin de semana el artista callejero Banksy intervino un edificio devastado por los bombardeos en la localidad de Borodyanka: la imagen de una gimnasta balanceándose en medio de los escombros. Si es útil o no, si es mercancía o no —que lo es—, el mural del artista con mayor impacto mediático en un territorio arrasado nos planta ante la pregunta sobre hasta qué punto, en medio del espectáculo, seguimos siendo ya no observadores sino consumidores.
¿Cuánto durará el grafiti de Banksy en nuestras retinas? Si no estuviera en juego el dolor de los demás, diría que muy poco. El arte no salva, no corrige ni repara, pero nos ofrece el pellejo de los otros para preguntarnos, aunque sea una vez, qué sentiríamos si esas ruinas fuesen lo único que hubiese quedado de nuestras casas.