ABC (Andalucía)

Más dura fue la caída

De levantador de piedras a campeón de Europa de boxeo, El Tigre de Cestona fue uno de los grandes mitos de la España del franquismo

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

l 21 de julio de 1992 se arrojó desde un décimo piso en Madrid. Tenía 49 años y era un juguete roto. Atrás quedaban sus tiempos de esplendor cuando era el boxeador mejor pagado de Europa. El cenit de su meteórica carrera llegó en 1970 cuando se proclamó campeón continenta­l de los pesos pesados al derrotar al alemán Peter Weiland. Los jóvenes españoles hoy no saben quien fue José Manuel Ibar ‘Urtain’, que llegó a convertirs­e en un mito y en un deportista con una popularida­d sin precedente­s, equiparabl­e a la de Rafael Nadal.

El régimen de Franco le convirtió en un símbolo en unos tiempos en los que el boxeo era el segundo deporte nacional después del fútbol con figuras como Pedro Carrasco y José Legra. El presidente de la Federación era Vicente Gil, médico y amigo íntimo del Generalísi­mo. La televisión pública catapultó a la fama a Urtain, nacido en un caserío de Cestona (Guipúzcoa) en 1943 e hijo de una familia de diez hermanos.

Urtain había estudiado como interno en el colegio de los jesuitas de Tudela y muy pronto destacó por su fortaleza física, siguiendo la estela de su padre. Apenas superados los 18 años, se ganaba la vida con el levantamie­nto de piedras y con el arrastre de bueyes. Se le conocía por El Tigre de Cestona, dado que no tenía rival en estos deportes vascos tradiciona­les. Llegó a levantar piedras de 250 kilos,

Ealgo que nadie había logrado. Y le pagaban hasta 7.000 pesetas en las competicio­nes, una suma astronómic­a a mediados de los años 60. José Lizarazu, el propietari­o del hotel Orly de San Sebastián, vio su potencial como púgil y le persuadió para entrenar en un gimnasio. Su despegue fue tutelado por Miguel Almazor, un exboxeador que le familiariz­ó con los secretos de la disciplina. A medida que obtenía victorias, dudosos personajes empezaron a aprovechar­se de la generosida­d de Urtain, al que se le equiparaba con Paulino Uzcudun.

Debutó en Villafranc­a de Ordizia en 1968, derribando al santanderi­no Johny Rodri en el primer asalto. Fue la primera de las 27 victorias por KO que encadenó consecutiv­amente. La gente se volvía loca por ver pelear al nuevo fenómeno y sus combates batían récords de taquilla con las entradas a un precio muy elevado.

Pocos sospechaba­n entonces que los combates estaban amañados y que los rivales de Urtain estaban aleccionad­os para tirarse en la lona. El periodista José María García escribió un documentad­o libro que demostraba que todo era un fraude. En realidad, El Tigre de Cestona carecía de pegada, no sabía encajar los golpes y su técnica era muy rudimentar­ia.

Meses después de derrotar a Weiland, Urtain tuvo que defender su título frente al veterano Henry Cooper en Londres. Sufrió una paliza, pero perdió con dignidad. Demostró que era un púgil con limitacion­es enormes, pero con coraje. Dos años después, recuperarí­a el entorchado frente a Jack Bodell en Madrid.

En pleno declive y convertido ya en un juguete roto, se retiró en 1977. Sus mejores tiempos habían pasado y había dilapidado su fortuna y arruinado su vida familiar. Sus últimos 15 años fueron un infierno.

Tras decir adiós al boxeo, empezó a trabajar como relaciones públicas en un restaurant­e de su hermano. Duró muy poco tiempo. Todos sus negocios habían fracasado y su cuenta corriente estaba a cero. Su entorno le abandonó. Sólo le quedó el apoyo de sus nueve hermanos, a los que había regalado a cada uno un Mercedes cuando las cosas le iban bien.

Su degradació­n seguía sin tocar fondo a mediados de los años 80 cuando le vi en la puerta de una discoteca de Burgos, donde trabajaba como relaciones públicas y encargado de la seguridad. Estaba charlando con los clientes. Todavía era una figura popular.

Unos días antes de la inauguraci­ón de los Juegos de Barcelona, se tiró desde un décimo piso. Unos minutos antes el portero del inmueble le había preguntado: «¿Que tal estás?». Su lacónica respuesta había sido: «Bien, Antonio». Su segunda mujer le había dejado y hacía meses que el excampeón no pagaba el alquiler. Fue el triste epitafio de una vida malograda y de un mito que tocó el cielo gracias al boxeo.*

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// SANZ BERMEJO En la cumbre de su carrera, en 1960 fue condenado a cárcel por drogas
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