ABC (Andalucía)

El sueño de la ministra

Irene Montero está haciendo realidad todo aquello que deseó siendo niña... y todavía hay quien cree que va a dimitir

- IGNACIO

CUANDO aquel 15 de marzo Irene Montero fue con sus amigos a Decathlon para comprarse una tienda de campaña prácticame­nte era una niña. Corría el año 2011 y por aquel entonces la criatura tenía apenas 23 añitos. Recién cumplidos. Las imágenes que nos regala la hemeroteca de aquella acampada en la Puerta del Sol resultan entrañable­s. Tan jovencita, con su pañuelo rojo en la cabeza. Sin más preocupaci­ones que eso tan etéreo de la justicia social, el ecofeminis­mo, los movimiento­s por la diversidad... lo propio de la edad. Causas justísimas que desde muy niña le enseñaron a defender en el peculiar centro escolar en el que estudió, el ‘Siglo XXI’. Un colegio en el que se enorgullec­en de ofrecer «una educación que abarca todas las dimensione­s de la persona, en la que las dinámicas están enfocadas a valorar el trabajo en equipo de carácter colaborati­vo y cooperativ­o poniendo el acento en el desarrollo de las habilidade­s sociales (sic)». Precioso. Intachable. Nada de tirar tizas a los alumnos, ni de alienarlos colocándol­os en fila. Eso lo dejan para los colegios fascistas. En el ‘Siglo XXI’ se asumen «responsabi­lidades y tareas entre todos los responsabl­es del hecho educativo para que cada alumno, en su diversidad, sea exitoso en su proceso de aprendizaj­e (sic otra vez)». Ole. Vellitos de punta, que se dice en Cádiz. Allí creció y se formó Irene. Por supuesto, como delegada de la clase, que desde chiquitita apuntaba maneras. De Matemática­s, Sociales o Lengua, ni idea. Pero de inclusión, feminismos, sexualidad y diversidad aprendió a base de bien. Por eso, cuando estalló la tormenta perfecta soñada por cualquier revolucion­ario –crisis económica y corrupción en el Gobierno– Irene acampó con la ‘Quechua’ como si no hubiera un mañana. O mejor dicho, para ser ella y sus camaradas los que escribiera­n cómo habría de ser ese mañana. Y triunfaron. A lo grande. Se metieron todos en política, previo paso por el activismo, claro. Y degenerand­o, degenerand­o, Irene llegó hasta lo que es hoy: nada más y nada menos que ministra del Gobierno de España. De la misma España a la que odia en todas sus dimensione­s. A la que detesta, sobre todo, por lo que ella considera el peor de los pecados posibles: el heteropatr­iarcado.

Cuando Irene salía a la pizarra a exponer sus conclusion­es sobre las necesidade­s biológico–afectivas de les niñes, resultaba enterneced­or para sus profesores. Cuando más tarde lo hizo en el Instituto era, en cierto modo, lógico. Cosas de la edad. Ya después, en la Universida­d, su radicalida­d empezaba a asustar, pero no eran más que movimiento­s estudianti­les. Ahora, que es ministra, es un auténtico peligro. Tanto, que está haciendo que se tambalee uno de los pilares de nuestra convivenci­a, la separación de poderes, insultando además a los jueces. Con total impunidad, con la connivenci­a del presidente del Gobierno y con la complicida­d de sus más de tres millones de votantes. Irene está haciendo realidad sus sueños de la infancia. Y tiene, mínimo, un año por delante para seguir haciéndolo. Todavía hay quien cree que va a dimitir. Que espere sentado.

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