ABC (Andalucía)

Las Vegas, pero sin pecado

El emirato qatarí recibe a los visitantes todavía en obras y con más carteles que alegría popular

- PÍO GARCÍA DOHA

e han dicho muchas cosas de Qatar. Se ha dicho que el país tiene fabulosos depósitos de gas y que, gracias a esos yacimiento­s, sus emires atan los camellos con longanizas y son capaces de firmar cheques cuyas cifras, portentosa­mente llenas de ceros, desafían el álgebra tradiciona­l y son ilegibles para el común de los mortales. Se ha dicho también que obligan a las mujeres a ponerse velo y a adoptar una posición subordinad­a, que castigan duramente a las parejas gais, que imponen, en fin, una asfixiante dictadura moral que asume los principios del wahabismo, una de las corrientes más rigoristas y ceñudas de la religión islámica. Todo eso se ha dicho, y es verdad. Sin embargo, cuando uno aterriza en el aeropuerto de la capital, Doha, reluciente como si acabara de pasar el mayordomo del algodón, no recibe todas esas impresione­s de golpe. Hay que aguzar la vista, comprender las sutilezas escondidas y no caer en la tentación, tan frecuente en los viajeros ocasionale­s, de afirmar tajantemen­te «esto es así».

Doha de mayor quiere ser Las Vegas. Han construido un paseo marítimo junto al golfo Pérsico al que pomposamen­te llaman ‘La Corniche’, que suena a croissants, a martini blanco y a riviera francesa. ¿Es un sitio bonito? Resulta difícil definirlo así, al menos si atendemos al Diccionari­o de Real Academia, que exige «cierta proporción y belleza». Proporción

Taquí no existe: todo es desmesura. Hay mar, y eso siempre ayuda, pero esta ciudad nueva tiene un aire impostado e infantil, como el dibujo de un niño enfebrecid­o. En un extremo del paseo se alzan unos edificios formidable­s y altísimos, de arquitectu­ras caprichosa­s, muchos de los cuales todavía están en construcci­ón. Hay grúas por todas partes y algunos operarios (tez cobriza, barba hirsuta, gesto fatigado) se afanan sin mucho entusiasmo en dar los últimos retoques al pavimento. No van a llegar a tiempo para el Mundial, pero tienen disculpa: son las dos de la tarde y hace un calor opresivo e inapelable. El termómetro marca 32 grados, pero son unos 32 grados muy convencido­s de sí mismos, flamígeros y empapados de humedad. En las torres más imponentes han colocado carteles gigantesco­s con las figuras del fútbol que van a corretear por los estadios qataríes. Uno va caminando por las calles, ardientes e inhóspitas, y de pronto se encuentra con una versión ciclópea de Bale o de Luis Suárez. Si atendemos a la cartelería, no cabe duda de que la estrella de España es Pedri. Su fotografía cuelga de un edificio un poco escondido pero de buen tamaño. Le acompaña una leyenda en castellano: «Precisión».

Doha no podrá nunca ser Las Vegas porque le falta el pecado y eso acaba siendo muy aburrido. No hay casinos en ‘La Corniche’, no hay bares, apenas hay restaurant­es, olvídense de los tipos estrafalar­ios y de las tentacione­s carnales. Al ladito del paseo marítimo está la Fan Zone y ahí es probable que las cosas se desmanden un poco cuando empiece el mambo del Mundial, pero, a las dos de la tarde, este lugar, cuyos rascacielo­s aparecen en todas las postales de Qatar, es un desierto árido apenas aliviado por unas plantitas heroicas que brotan de la tierra con enorme sufrimient­o. Hay en este momento nueve operarios que miran con estupor un jardín cuyas hierbas bastante hacen con no evaporarse. No se ve a nadie por la calle. No hay aficionado­s, ni falsos ni de verdad, salvo dos o tres despistado­s que surgen de una boca de metro con camisetas albicelest­es y que ponen el gesto de quienes se han perdido irremediab­lemente. En realidad, lo que tal vez sorprenda a los ministros qataríes, lo más interesant­e de ‘La Corniche’ son los barcos perleros que todavía permanecen

No hay aficionado­s, ni falsos ni de verdad, salvo dos o tres despistado­s que surgen de una boca de metro en Doha

fondeados en la ensenada. Antes de que Qatar descubries­e que se acuesta sobre un mullidísim­o colchón de gas, los pocos pobladores de este minúsculo territorio desértico se dedicaban al pastoreo de camellos, a la pesca o a la búsqueda de perlas marinas. Los esquifes de madera, frágiles e inestables, hermosos en su modestia, sirven de contrapunt­o a los apabullant­es excesos arquitectó­nicos y aportan un toque de honestidad en medio de tanta fantasía. También han colocado en ‘La Corniche’ un pez titánico y de cutis brillante que se diría hecho con globos. Se trata de un dugón mofletudo que se desliza sobre un lecho marino. Lleva la firma de Jeff Koons, el autor del Puppy del Guggenheim. Como el escultor es un tipo famoso y cotizado resulta temerario meterse con él, pero este pescado aquí varado queda extraño y estrambóti­co, absurdo como una calcomanía. Quizá haya pretendido Koons lanzar algún tipo de mensaje ecologista, lo que resulta decididame­nte contradict­orio con esta ciudad y con el país entero.

El metro de Doha es también un relámpago futurista. Se abrió en 2019 y solo tiene tres líneas –roja, amarilla y verde– pero sus estaciones parecen los quirófanos de un hospital. En algunos vagones uno puede ir sentado cómo

damente en sillones orejeros. Un cartel pegado en la pared anuncia, en inglés y en árabe, que del 11 de noviembre al 22 de diciembre todos los vagones serán de clase estándar para incrementa­r la capacidad de los trenes. De costumbre, hay además otros dos tipos: el ‘oro’, que va como un tiro, y el ‘familiar’, en el que solo pueden viajar las mujeres, sus hijos y sus maridos. Un hombre a partir de los 12 años no puede meterse en ese vagón.

Quizá le sorprenda positivame­nte al emir saber que, pese a haber abierto la mano con este asunto moralmente tan peligroso, el metro de Doha no se ha convertido en una perversa Sodoma. Al contrario, la gente del lugar, según ha podido comprobar este cronista, sigue yendo sentada en sus sitios con la cabeza gacha y mirando el móvil, sin precipitar­se por un abismo de erotismo y desenfreno. Y eso que estos días se ven por las calles de Doha muchas más mujeres con el pelo suelto que oculto por el hiyab o por cualquier otro tipo de velo. Nadie las molesta y no todas parecen extranjera­s que han venido a ver la Copa del Mundo. Uno contempla a las periodista­s mexicanas, con sus bellísimas y abundantes melenas de pelo negro, y no puede evitar pensar en las suecas del biquini que llegaron a Benidorm en los años sesenta. Para comprobar hasta qué punto esta apertura es una tregua o una semilla de libertad habrá que esperar a que el balón deje de botar.

Esto no deja de ser una primera impresión, segurament­e mentirosa. Los países, aun los muy pequeños, no se descubren en unas horas y menos aún cuando la Copa del Mundo impone una realidad alternativ­a, casi fantasmagó­rica. Al fin y al cabo, Qatar ha pagado muchísimo dinero para disfrutar de un prodigioso y artificial metaverso que desaparece­rá en un mes. Veremos qué sucede entonces.

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// AFP Un visitante pasea en el Museo Islámico de Doha
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