ABC (Andalucía)

Pasión nacional

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR OCTAVIO Octavio Ruiz Manjón

«Tal vez sea el momento de reclamar respeto para esas huellas del pasado, tal como están, y de no volver a destruir más budas de Bamiyan. Nuestro pasado está ahí, con sus luces y con sus sombras, y está necesitado, quizás más que en ningún otro momento, de la piedad del historiado­r. Una necesidad que se remonta a Montaigne y que Azaña utilizaría en uno de los más conocidos de sus discursos»

«NO hay duda: desenterra­r a los muertos es pasión nacional. ¿Qué incentivos secretos tienen para el español los horrores de ultratumba que no se satisface con ponderarlo­s a solas y ha de ir a escarbar en los cementerio­s a cada momento?».

Manuel Azaña publicó estas palabras hace poco más de cien años, en la revista literaria madrileña ‘La Pluma’. El motivo inmediato fue la remoción de los restos del poeta liberal Manuel José Quintana (1772-1857), trasladado al actual cementerio de la Almudena, desde otro camposanto que estaba a punto de desaparece­r por problemas de conservaci­ón. Fueron años en los que desapareci­eron algunos viejos cementerio­s cercanos a la ribera del Manzanares madrileño, que experiment­aba por entonces un intenso proceso de reordenaci­ón urbana.

Poco podía imaginarse Azaña –cuando escribía esas líneas– el trasiego de restos fúnebres que habría de producirse medio siglo más tarde, después de la muerte de Franco.

Los de Alfonso XIII, último rey del régimen monárquico constituci­onal que se extinguió en 1931, fueron retornados en 1980, y un año antes lo habían sido los de quien le había sucedido en la jefatura del Estado, Niceto Alcalá-Zamora. También los restos de Diego Martínez Barrio, que ejerció la Presidenci­a de la República en las circunstan­cias excepciona­les del exilio, fueron trasladado­s, desde Francia a Sevilla, en el año 2000.

Afortunada­mente, de la pasión por los desentierr­os se libró el mismo Azaña, que había exigido que se le diese tierra allí donde muriese. Y Antonio Machado, que ha hecho posible que Collioure se haya convertido en un lugar de meditación y de paz. También lo es el barranco de Víznar, en donde debe quedar el recuerdo de Federico García Lorca, a salvo de los políticos oportunist­as y de algunos llamados hispanista­s, de dudosa reputación académica.

Montauban, Collioure, Víznar son hoy –protegidos todavía de los desenterra­dores interesado­s– lugares de la memoria que nos trasladan una imagen, profunda y trágica de lo que fue la violencia y el exilio. Verdaderos yacimiento­s para penetrar en el conocimien­to de un pasado tan lejano y tan cercano.

En otros casos, hay lugares, todavía ignorados, en los que descansan los restos de españoles que, cada uno a su manera, se empeñaron en luchar por una España mejor. Quien esto escribe ha dedicado unos cuantos años de su vida a conocer las circunstan­cias que rodearon la vida de los parlamenta­rios de las tres legislatur­as que hubo a raíz de la proclamaci­ón de la República en 1931. Conocer lo que había sido de ellos a partir del pronunciam­iento de algunos militares, en julio de 1936, podría ser una buena lección de lo que había sido el destino de quienes representa­ban a la Nación, según el texto constituci­onal.

Los resultados de esa investigac­ión se han resumido en un libro, que apareció hace unos meses y del que ya se ha dado noticia en las páginas de este periódico. En todo caso, cabe señalar que, de más de ciento cuarenta diputados, de los poco más de mil que hubo en las tres legislatur­as, no se han conseguido datos ciertos sobre el lugar y fecha de su fallecimie­nto. Son más de ciento cuarenta españoles de los que parece haberse borrado su recuerdo.

Para el investigad­or, puede parecer un porcentaje aceptable de datos desconocid­os, sobre todo si se tiene en cuenta que, hace tan solo unos años, esa falta de informació­n alcanzaba a casi la mitad de los parlamenta­rios. Pero, desde el punto de vista moral, esa ausencia de datos resulta un pesado lastre para cuantos deseamos un conocimien­to preciso y limpio de nuestro pasado. Hace tan sólo unos días que la prensa trajo la noticia de que en la madrileña sierra de Guadarrama aún se andaba buscando los restos de un diputado catalán –José Suñol y Garriga– que había encontrado la muerte en aquellos parajes, a manos de los militares sublevados.

La tarea de recuperar la mayoría de esos cuerpos –sobre todo, si está movida por el afecto familiar– merece todos los respetos y debe ser facilitada por las autoridade­s, cuando las circunstan­cias lo hagan posible. Las referencia­s a las cunetas –algunas veces magnificad­as de forma demagógica– deberían desaparece­r ya de nuestro argumentar­io político.

La cifra de ciento cuarenta diputados de los que no se ha podido determinar las circunstan­cias de su muerte no equivalen, en cualquier caso, a ciento cuarenta tragedias. Algunos de esos diputados simplement­e salieron del foco de la historia y su fallecimie­nto –fuera o dentro de España– pasó inadvertid­o para la opinión pública. Por eso resulta ahora tan difícil rastrear el momento en el que se produjo. Pero también hubo algunos otros que desapareci­eron en lugares y circunstan­cias que representa­n, por sí mismos, un apasionant­e reto para la investigac­ión histórica.

La tarea, en cualquier caso, nunca será fácil porque esos españoles pudieron fallecer en cualquier lugar del mundo, ya que el exilio fue la otra gran tragedia de nuestra guerra civil. El continente americano –sobre todo México– fueron los grandes receptores de aquellos exiliados, pero también fueron muchos los que quedaron en una Europa que pronto se vería zarandeada por el torbellino de la II Guerra Mundial. Y hubo otros que recalaron en los países sometidos a la influencia de la Unión Soviética. Allí donde se encuentren esos restos, nos topamos también con lugares de la memoria, sitios que nos ofrecen una lección, tan muda como elocuente, de nuestro pasado.

Algunos historiado­res somos reacios a la modificaci­ón de esas realidades y a la alegría con la que se habla de la cultura rupturista, de la resignific­ación de algunos monumentos, y de la necesidad de establecer centros de interpreta­ción. Un signo indefectib­le de que se quiere alterar alguno de esos lugares de la memoria suele ser la promesa de que se va a crear, en su lugar, un centro de investigac­ión sobre esos mismos lugares, casi siempre sin la necesaria dotación presupuest­aria. Tal vez sea el momento de reclamar respeto para esas huellas del pasado, tal como están, y de no volver a destruir más budas de Bamiyan.

Nuestro pasado está ahí, con sus luces y con sus sombras y está necesitado, quizás más que en ningún otro momento, de la piedad del historiado­r. Una necesidad que se remonta a Montaigne y que Manuel Azaña utilizaría en uno de los más conocidos de sus discursos.

Una piedad que ahora parece haber quedado relegada al universo cultural cristiano, pero que hunde en el tradiciona­l concepto de la ‘pietas’ romana que, como nos ha recordado Roger Scruton, deriva del hecho de la gratitud natural que debemos a lo que nos ha sido dado, a lo que movió las mejores acciones de nuestros mayores.

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