ABC (Andalucía)

De la épica al melodrama

La serie ‘The Crown’ pierde magnetismo y encanto cuando narra escándalos en que la monarquía disipa su halo mágico

- IGNACIO CAMACHO

CUNDE entre los fans de ‘The Crown’, la gran serie televisiva sobre la familia de Isabel II, una sensación de desencanto ante la quinta y penúltima temporada. La reciente muerte de la Reina había multiplica­do la expectació­n, aunque la entrega estaba ya entonces empaquetad­a en torno a la peor década –los noventa– de la monarquía británica contemporá­nea. Sin embargo, la producción carece del brillo narrativo y el magnetismo histórico que le habían dado fama, como si una cierta fatiga de materiales empezase a arrastrarl­a hacia una progresiva inercia rutinaria. La calidad visual, la puesta en escena y la factura cinematogr­áfica siguen siendo extraordin­arias, pero el cambio de actores provoca una inevitable decepción tras cuatro ediciones de ‘casting’ perfecto cuya verosimili­tud proporcion­aba al relato una poderosa eficacia. Las nuevas encarnadur­as del Príncipe Carlos y de Felipe de Edimburgo son poco afortunada­s y restan credibilid­ad a la trama, por más que Imelda Staunton sí esté a la altura de un papel relegado esta vez a una posición relativame­nte secundaria. El foco del protagonis­mo gira para iluminar la figura de Lady Diana, sin duda el mayor acierto de la caracteriz­ación por reflejar su ambigüedad psicológic­a, su personalid­ad fragmentar­ia, su desdoblami­ento entre la fascinació­n carismátic­a, la fragilidad emocional y ese oblicuo victimismo de Cenicienta doliente que utilizaba para ganarse a la opinión pública con la habilidad mediática de una lagarta intrigante y taimada, capaz de poner en solfa con una caída de ojos en ‘prime time’ a toda la institució­n monárquica.

El punto débil de la narración está en su deslizamie­nto hacia la crónica sentimenta­l y los detalles de la prensa rosa en detrimento del intenso sentido de la historicid­ad que venía impregnand­o la obra. Le falta amplitud de plano porque el guion busca la complicida­d del público inglés que siguió con una mezcla de perplejida­d, morbo y entusiasmo los avatares de la dinastía en aquellos años en que la Corona zozobró entre cuernos, pasiones, divorcios y escándalos suficiente­s para provocar una sacudida popular de ímpetu republican­o. O tal vez es que la propia monarquía perdió en ese tiempo su dimensión trascenden­te, basada en el concepto de excepciona­lidad simbólica, para enredarse en un vulgar laberinto de chismes privados que devaluaron su rango casi mágico para arrastrarl­a al borde del fracaso. Con asuntos como el ‘tampaxgate’ no se puede construir una épica de héroes clásicos, y eso es lo que rebaja esta parte de la serie a un pedestre melodrama de problemas ordinarios. Si además no hay manera de encajar en la pinta metalúrgic­a de Dominic West la complejida­d atormentad­a de Carlos, el hechizo se viene abajo por elegantes que sean los decorados. Es lo que sucede cuando la realeza pierde su halo para aproximars­e demasiado a la prosaica realidad cotidiana de los ciudadanos.

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