ABC (Andalucía)

Cristiano y Joao Félix impulsan a Portugal

La eficacia de los lusos tapona el debut de Iñaki Williams con Ghana en el Mundial

- IVÁN ORIO DOHA

Todo giraba en torno a Cristiano Ronaldo en el espectacul­ar 974 Stadium, un mecano ciclópeo desmontabl­e con grandes contenedor­es como hilo conductor de esta singular obra de ingeniería levantada a las afueras de Doha. Los focos alumbraban sólo al astro portugués. Él lo sabía y le gustaba. Ser protagonis­ta es parte de su componente genético. Nada mejor que reivindica­rse en un escenario majestuoso y con el mundo mirándole después de haber desatado una tormenta en su selección y de forzar su salida del Manchester United. Dice Cristiano que a sus 37 años está a prueba de balas.

Los aficionado­s lusos son fieles a su estrella. Rugen cuando su ídolo sale a calentar, cuando se pronuncia su nombre en el videomarca­dor y cada vez que toca la pelota. Los decibelios eran similares en el otro bando, el que conformaba­n los hinchas de Ghana junto a la mayoría de fans que no iban con ninguna de las dos seleccione­s. En este ambiente debuta en el torneo Iñaki Williams, el hombre solitario en la punta de ataque del combinado africano.

Cristiano tenía libertad para moverse y trataba de colocarse entre los dos centrales para buscar espacios, pero no salía nada. O muy poco, porque a Joao Félix tampoco se le veía entonado a pesar de intentarlo varias veces en banda izquierda. Williams trató de asociarse con Ayew, el jugador con más talento de Ghana.

El inicio de la segunda mitad invitaba a pensar en más minutos de tedio. Pero la situación empezó a cambiar, la velocidad creció y lo que parecía un choque abocado a la nada se convierte en otro muy distinto, un co

CR7 es el primer jugador de la historia que marca al menos un gol en cinco Mundiales (2006, 2010, 2014, 2018 y 2022)

rrecalles muy divertido para el aficionado. El punto de inflexión se ha producido en el 65, cuando el árbitro decreta penalti en una acción discutida. Las imágenes tampoco ayudaban mucho. Lo lanza Cristiano con su liturgia habitual, cerrando los ojos como encomendán­dose a los dioses. Y como casi siempre marca.

En ese instante daba la sensación de que el encuentro obedecía al guion habitual de que el equipo inferior se viene abajo en cuanto el adversario abre la lata. Nada más lejos de la realidad. Los ghaneses adelantaro­n las líneas sin miramiento­s –viéndolo en perspectiv­a no se entiende por qué no lo habían hecho antes– y su arrojo ha tenido premio al lograr el empate Ayer tras culminar en el área una buena circulació­n desde el centro del campo.

Después, sin embargo, dos errores de concentrac­ión acabaron con el sueño de los africanos, que a pesar de todo han insistido hasta reducir diferencia­s y competir hasta el final. Joao Félix anotó un gran gol, pausado y certero en el mano a mano con el portero. Cuando Bukari hizo el segundo en el minuto 89 y echó a correr para celebrarlo las cámaras enfocaron al banquillo luso porque Cristiano acababa de salir del terreno de juego. Tuvo un gesto feo con el rival con gestos ostensible­s de no entender su reacción tras marcar. Iñaki Williams estuvo merodeando el empate en el descuento al robarle un balón al portero, pero cuando se preparaba para el remate se resbaló.

Lo bueno de tener el Covid es que durante algunas horas uno se siente investido de un poder de dios olímpico, con capacidad para decidir sobre la salud y la enfermedad del prójimo. Hay algo neroniano y voluptuoso en la posibilida­d de quitarse un día la mascarilla y toser levemente en la cara de alguien molesto, sabiendo que con cada salivazo vuelan millones de virus a la caza de nuevos aparatos respirator­ios. Uno trata de mantener a raya estos impulsos homicidas, aunque esto exige a veces una enorme contención.

A mí me pasó el primer día que logré levantarme de la cama y fui al estadio Al Bayt. Bajé a tomar algo a la cafetería. Vi que había montada una fila pequeñita, diez personas a lo sumo. Calculé, a ojo español, que en diez minutos me iba a tocar el turno.

Tardé una hora. Aquella fila avanzaba lenta y penosament­e, como una cuerda de esclavos. El menú tampoco era precisamen­te Arzak: había tres tipos de emparedado­s y dos platos calientes. Allí no era necesario esferifica­r nada. Bastaba con coger un paquetito y servirlo. Sin embargo, todo resultaba prolijo y confuso, y uno añoraba aquellos camareros españoles, messis de la hostelería, que resuelven cien comandas en diez minutos y aún se permiten soltar bromas.

Cuando por fin me llegó el turno, pedí un sándwich y una botella de agua. La cajera me miró con cara de neutralida­d, como las vacas miran al tren, sin esbozar siquiera un gesto de lástima, y me informó de que ya no quedaban sándwiches. Sentí en ese momento la necesidad casi física de quitarme la mascarilla y toserle ruidosamen­te, con mi furia de dios olímpico contrariad­o. Pero me callé y me conformé con una ‘focaccia’ recalentad­a que había completado con éxito su transforma­ción en chicle. Buenas personas en el mundo ya no quedamos más que Infantino y yo.

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// AFP Cristiano Ronaldo, en acción

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