El juicio de la historia
La memoria de una época no es patrimonio de una sola persona
determinada. Para ver las cosas con perspectiva hacen falta distancia y serenidad de juicio, que son dos características de las que Sánchez carece por completo. Él actúa con inmediatez y beligerancia, como todos los de su oficio, y encima es tan fatuo que pretende escribir la historia, la propia y la ajena, al dictado de sus propios recuerdos. ¡Qué empeño tan estúpido!
La idea de Franco, después de desenterrado, sigue siendo la misma que antes de que se levantara la lápida de mil quinientos kilogramos de peso con que sus coetáneos sellaron –ellos creían que para siempre– la tumba del Valle de los Caídos, y la que perdure de Sánchez, una vez que se mude de La Moncloa, no será la que a él le gustaría (si fuera así no habría panegiristas suficientes para hacerle justicia), sino la que dictaminen los expertos. Es muy posible que influya en ellos la acreditada relación del susodicho con la exhumación de cadáveres, pero tengo para mí que no será de la de Franco de la que más se escriba, sino de la suya propia. Después de todo fue capaz de resucitar, políticamente hablando, cuando todos lo dábamos por muerto.
Esa capacidad de supervivencia contra todo pronóstico es una de las cualidades que definen su trayectoria. Si yo fuera su biógrafo la tendría muy en cuenta a la hora de redactar su epitafio. Escribiría algo así como «Aquí yace el hombre que supo sobrevivir a cualquier precio». Gobernó con su peor pesadilla, hizo con frecuencia lo contrario de lo que prometió, ahogó el debate parlamentario en sobreabundancia de decretazos, colonizó casi todas las instituciones democráticas con polizones de su partido, se ciscó en la separación de poderes, encabritó a los jueces, debilitó los contrafuertes del Estado y le dio los planos de la mina a quienes venían a socavarlo. Pincho de tortilla y caña a que la historia lo pondrá donde se merece.