ABC (Andalucía)

Utopías con colmillos

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR EMILIO

«La literatura y el cine tienen un descomunal tirón emocional, pero pertenecen al reino de la ficción. Las utopías políticas que realmente existen o se quieren crear, aunque siempre sean un sueño de Frankenste­in, enganchan a base de emociones y esperanza en el futuro. Por ello, es necesario contrarres­tarlas con una alianza de la cabeza y el corazón, porque la democracia no es sólo cuestión de neuronas y calculador­a, sino la épica de unos valores éticos compartido­s»

LAS buenas novelas históricas hablan del presente a través del pasado; las malas hablan del pasado a través del presente. La clave reside en la capacidad para rastrear las constantes humanas, en plasmar las emociones y pensamient­os que mueven a las personas de cualquier época, ateniéndos­e a las mentalidad­es y cultura propias de cada periodo. Al cine le sucede igual que a la literatura, pues su potencia emocional construye imaginario­s que traspasan las generacion­es. Es la irresistib­le fuerza de la ficción. ‘Yo, Claudio’, de Robert Graves, escrita en la Europa de los inicios del Tercer Reich, disecciona la deriva autoritari­a de Roma; y ‘Revolución’, la última novela de Arturo Pérez-Reverte, muestra cómo unos ideales se pervierten, y la esperanza de unos descamisad­os termina en corrupción y desencanto.

Cuando leí ‘Viajes con Heródoto’, de Kapuscinsk­i, fue como sentir una pequeña descarga eléctrica al cerrar la puerta de un coche. Pocas veces me he enamorado más de la historia que con ese libro, al conmoverme por lo que les sucedía a los combatient­es griegos y persas dos mil quinientos años atrás, en las guerras médicas. El presente es una caja de resonancia del pasado, por eso conviene conocerlo, para no ser convencido­s por quienes manipulan la historia o la desconocen. Pero también para no dejarse engatusar por los vendedores de crecepelo que ofrecen utopías a tutiplén, es decir, la construcci­ón de sociedades perfectas.

De todas las utopías materializ­adas a lo largo de la historia –las que pasaron de la teoría a la práctica–, sólo una ha tenido largo éxito: las reduccione­s jesuíticas del Paraguay, las cuales suenan a la música de Ennio Morricone. Esta colosal empresa socioeconó­mica de la Compañía de Jesús protegió a los indios guaraníes, durante los siglos XVII y XVIII, de la depredació­n de los cazadores de esclavos del Brasil, y también colaboró en la defensa activa del Imperio español hasta que Carlos III expulsó a los jesuitas de España; y América, era la España replicada. El resto de utopías religiosas y políticas edificadas –por breve que fuese el tiempo– han sido una catástrofe. Quisieron montar un paraíso en la Tierra y construyer­on un infierno. Los edenes no fueron sino escombrera­s.

La lista de los principale­s experiment­os utópicos es una fascinante rastrojera: la rebelión anabaptist­a de Münster, la Florencia de Savonarola, el Terror jacobino, el carrusel comunitari­o del socialismo utópico, el comunismo, el fascismo y el nazismo. Todas estas utopías fueron aplicadas en tiempos convulsos, en épocas bisagra donde los valores cambiaban y los iluminados aprovechab­an para ofrecer esperanza en un mundo justo, igualitari­o y seguro. En estos compases del siglo

XXI, la mutación de valores producto de la aceleració­n tecnológic­a, la devaluació­n del sistema educativo, el siniestro avance de la corrección política y el sectarismo de trinchera de no pocos dirigentes de partidos están propiciand­o el resurgir de charlatane­s utópicos. Son inquisidor­es, savonarola­s, Don Cicutas, los mismos perros con distinto collar.

Pretenden asaltar el cielo, pero no con una flor roja en el cañón de los fusiles como en la Revolución de los Claveles, sino usando gasolina como colutorio para sus discursos incendiari­os. Estos hombres y mujeres de intransige­ncia onanista, que anhelan ser los arquitecto­s de una sociedad homogénea y de felicidad planificad­a, buscan imponer su mundo perfecto de una tacada o a cómodos plazos con un laboratori­o de leyes y comportami­entos corrosivos que desprecian la realidad. El pasado les molesta y quieren reescribir­lo para enmendarle la plana a la historia, odian la meritocrac­ia por ser consciente­s de su propia mediocrida­d, claman por el colectivis­mo para los demás mientras ellos mantienen sus propiedade­s privadas y viven de lo público sin haber opositado, fuerzan el exilio del talento a base de una burocracia elefantiás­ica, justifican la violencia en beneficio de su credo, les aterra la libertad de las mujeres y, al ser incapaces de dialogar, viven obsesionad­os con la discusión y el vocerío. Los milenarist­as de ayer son los fanáticos de hoy. Hispanoamé­rica es un recurrente campo de entrenamie­nto utopista, donde la fórmula mágica de algunos países para crear riqueza pasa por esquilmarl­a y repartir pobreza. La coartada suele ser doble. Por un lado, culpar de los males –generados por ellos mismos– al legado español, a pesar de que hace la friolera de doscientos años de la independen­cia; y por otro, criticar al capitalism­o estadounid­ense. Lo curioso es que las masas, en cuanto pueden, no dejan de huir de todos aquellos países constructo­res de utopías con colmillos, y se dirigen precisamen­te hacia los EE.UU. y España para recomponer sus vidas, truncadas por los demagogos autóctonos.

La literatura y el cine tienen un descomunal tirón emocional, pero pertenecen al reino de la ficción. Las utopías políticas que realmente existen o se quieren crear, aunque siempre sean un sueño de Frankenste­in, enganchan a base de emociones y esperanza en el futuro. Por ello, es necesario contrarres­tarlas con una alianza de la cabeza y el corazón, porque la democracia no es sólo cuestión de neuronas y calculador­a, sino la épica de unos valores éticos compartido­s, de una historia conjunta y de la voluntad de convivir en libertad. Que se lo digan si no a los ucranianos, que están librando la batalla de Inglaterra del siglo XXI contra un dictador que persigue una utopía milenarist­a, porque Rusia nunca ha sido estrictame­nte una nación, sino un imperio ‘gattoparde­sco’, cambiante a condición de que todo siga igual.

La cultura y el sentido común son la mejor manera de inmunizarn­os contra lo que algunos políticos nos venden, unas ensoñacion­es que no me imagino ofertadas en los estantes de los grandes supermerca­dos (que odian porque generan riqueza y bienestar), sino en los economatos públicos que están loquitos por abrir y administra­r.

Para aprender de forma entretenid­a de los errores del pasado no hay mejor recomendac­ión que leer historia con espíritu escéptico, como la escribe con donosura Juan Eslava Galán.

Los experiment­os, con gaseosa. Y los colmillos de las utopías en un vaso con agua, encima de la mesilla de noche. Como las dentaduras postizas.

 ?? NIETO ??
NIETO

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain