ABC (Castilla y León)

EL DESCARTE

Nada hay de progresist­a en fomentar la eutanasia

- LUIS VENTOSO

INGLATERRA, que posee muchas virtudes y un gran defecto, la hipocresía, se convulsion­a de nuevo con un gran escándalo social escondido hasta ahora bajo la alfombra. Entre 1989 y 2000, 456 ancianos hospitaliz­ados en el Gosport War Memorial, en la costa Sur del país, murieron por la «aplicación institucio­nalizada» de «cantidades peligrosas» de diamorfina. Es un potentísim­o opiáceo, la forma más pura de la heroína, que en principio se reserva solo a terminales o a quienes padecen dolores insufrible­s. No era el caso. De esos 456 ancianos, que otras fuentes elevan a 650, el 55% no sentían dolor. La directora del hospital era una reputada doctora formada en Oxford, Jane Barton, hoy de 70 años y escondida en su casa de Baleares, quien empleaba con sus enfermeras el siguiente eufemismo para lo que no eran más que órdenes de ejecución: «Por favor, que se sienta cómodo». Las enfermeras aplicaban entonces el gotero con los opiáceos y el anciano señalado moría en horas por fallo respirator­io. Se teme que tal práctica se haya extendido también a otros centros del servicio nacional de salud, en un país cada vez más descreído, cómodo en la subcultura de la muerte y que da por buenos eufemismos tan lacerantes como «acortamien­to de la vida» para encubrir el verbo matar.

Los familiares de algunos pacientes a los que mataron en el Gosport Hospital denunciaro­n airadament­e los casos de sus familiares. Pero las autoridade­s los desdeñaron como «gente con ganas de lío». Ahora se ha hecho pública una investigac­ión independie­nte, dirigida por un exobispo de Liverpool, y se destapan historias muy dolorosas, como la de Ethel Thurston, una mujer de 78 años con síndrome de Down. Ingresó por rotura de fémur, pero era problemáti­ca, daba mucho trabajo al personal. La directora emitió su «hagan que se sienta cómoda». Le aplicaron el gotero a las once de la mañana y murió a las siete por parada cardiorres­piratoria, encubierta como «bronconeum­onía». Pauline Spilka, una auxiliar de enfermería, horrorizad­a ante lo que veía, acudió a la Policía. Nadie le hizo caso. La había conmovido lo ocurrido con un paciente de 80 años, buen conversado­r y con pleno juicio y autonomía, pero muy protestón. «Ese acabará pronto en la aguja», le dijo una veterana. Pauline se fue de permiso y al volver se encontró al hombre con el gotero. No logró salvarlo.

«La ley de eutanasia es uno de mis principale­s compromiso­s», se ufana Sánchez. «Habrá eutanasia esta legislatur­a y será un servicio más de la sanidad pública», declara orgulloso. Nada hay de «progresist­a» en la eutanasia ni en el deleite en la subcultura de la muerte. Actualment­e ya se evita el ensañamien­to terapéutic­o, rechazado con fuerza por la Iglesia, y se aplican cuidados paliativos que mitigan el sufrimient­o de los terminales. Pero la consagraci­ón de la eutanasia debilitará la posición de muchos ancianos hospitaliz­ados, víctimas de lo que Francisco denomina con tanta razón «la cultura del descarte». Abierta la espita, nuestra sociedad será moralmente peor. Por primera vez será legal que los médicos maten, y eso no estaba en los planes de Hipócrates.

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