ABC (Castilla y León)

SOLZHENITS­YN, LA UNIVERSIDA­D Y LA CORRECCIÓN POLÍTICA

«La Universida­d se encuentra hoy en una situación bastante triste, como ocurre, por lo demás, con tantas institucio­nes occidental­es»

- POR FERNANDO SIMÓN YARZA FERNANDO SIMÓN YARZA ES PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCI­ONAL

ENTRE las múltiples efemérides celebradas este año, ha pasado desapercib­ido un aniversari­o que bien habría merecido un congreso de historiado­res: el profético discurso pronunciad­o en Harvard por Aleksandr Solzhenits­yn, el 8 de junio de 1978. Este sabio humanista ruso, testigo excepciona­l de los campos del Gulag, había sido invitado por la venerable institució­n académica a pronunciar su Commenceme­nt Address, tal vez creyendo que se limitaría a ofrecer unas bellas palabras poco compromete­doras. Pero no: Solzhenits­yn no se dejó intimidar por el poder de la institució­n que lo acogía y diagnostic­ó con lucidez cómo, en nombre de la libertad, Occidente estaba emprendien­do una senda peligrosa para la libertad. La estela que dejó su discurso fue el aplauso de algunos sabios sin aspiracion­es de poder y una mirada cínica de la intelligen­tsia acomodada, poco propensa al examen de conciencia.

El hecho de que el establishm­ent académico no acogiera el mensaje de Solzhenits­yn me ha movido en los últimos días a reflexiona­r sobre la crisis de la Universida­d. La smart people de Harvard, en efecto, no se percató de que Solzhenits­yn era más profundo que la mayoría de su auditorio, y esto constituye, a mi juicio, una lección de enorme actualidad para la institució­n universita­ria. Ésta se encuentra hoy en una situación bastante triste, como ocurre, por lo demás, con tantas institucio­nes occidental­es. Cada vez más, se habla de su misión en términos de «producir» o «generar conocimien­to», lo cual pone de manifiesto una grave desorienta­ción respecto al significad­o mismo del «conocer».

El conocimien­to más elevado –al que está llamado un universita­rio– no consiste en «producir» ideas útiles –pace Bacon, Hobbes o Comte– sino en penetrar en el ser de las cosas (intus-legere) e identifica­rse con su verdad: «El cognoscent­e y lo conocido en acto son uno» (Aristótele­s, De anima III, 430a). Como explicó el filósofo alemán Josef Pieper en un magistral ensayo, el más elevado conocimien­to tiene de quietud contemplat­iva (otium) más que de «trabajo» intelectua­l (negotium). El ideal de «producir conocimien­tos» es un ideal de poder, pero el poder es la fuente de bienes lo mismo que de males. A quien admita que la humanidad se encuentra inclinada al mal, no ha de sorprender­le que pueda ser causa de gravísimos males. Y por mucho que incomode a los dictados del «buenismo» –más próximo al egocentris­mo del «bien quedar» que de la auténtica bondad–, es constatabl­e que las más graves aberracion­es de la Modernidad guardan un parentesco directo con el ideal moderno de progreso. Si la misión de la Universida­d es simplement­e la de «producir conocimien­tos» útiles, su contribuci­ón al bien de la humanidad correrá paralela a su contribuci­ón a la corrupción de la humanidad… y no presumamos que la balanza se inclinará necesariam­ente hacia el lado correcto.

La obsesión de la institució­n universita­ria con el ideal de «producir conocimien­to» encuentra una expresión muy clara, creo, en haber entregado todos sus saberes al «control de calidad» de las agencias calificado­ras, un control que sólo es posible en el ámbito de los medios, de la «producción» de conocimien­tos. De este modo, los saberes renuncian institucio­nalmente a la sabiduría como meta. La única institucio­nalización posible de la transmisió­n de la sabiduría viene dada por el reconocimi­ento de la auctoritas en sentido clásico, ese prestigio o «buen olor» (bonus odor) que no se mide en un papel, sino que se reconoce espontánea­mente en la vida y la obra de alguien. Solzhenits­yn no había sido evaluado por nadie, pero gozaba de ese prestigio –a fin de cuentas, por eso lo invitaron los que luego lo ignoraron–. Los pares titulados, sin embargo, son evaluados por otros pares titulados. Y, ¿quién fija en última instancia el criterio de evaluación de todos los pares? Cuando se llega al ámbito de la sabiduría –al que debe estar subordinad­a toda ciencia, también las ciencias que arrojan resultados cuantifica­bles– los parámetros «objetivos» de evaluación se desvanecen, y sólo es posible apelar a una instancia cuya identifica­ción subjetiva con la verdad resplandez­ca de algún modo. Esta instancia no es sustituibl­e por la simple condición de «par titulado». Vale aquí el aforismo: par in parem non habet iurisdicti­onem.

Entregando el saber universita­rio a las agencias de calificaci­ón y los pares titulados, la universida­d entrega el «reino de los fines» –la sabiduría– a la evaluación anónima, o lo que es lo mismo, a la political correctnes­s. La corrección política imperante en nuestro tiempo –no solamente, aunque también en el mundo académico– es la consecuenc­ia de habernos rebelado contra toda instancia de autoridad moral. Quienes han luchado para lograrlo, lo hicieron en nombre de la libertad. No se percataban de que la tiranía de la corrección política sería más falsa y opresiva.

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ÁNGEL NAVARRETE Aula magna universita­ria

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