El triunfo de la voluntad
No estuvo del todo fino. Le pudieron la responsabilidad y la emoción de una tarde para la historia, personal y taurina, pero salió a hombros, con las dos orejas con que merecía cerrar su carrera, monumento a la adversidad, el coraje y el arrebato. Rodilla en tierra, desplantado, con su único ojo mirando a los tendidos, Juan José Padilla se despidió ayer de la afición española en la misma plaza, la de Zaragoza, en la que hace siete años cambió su vida. Allí terminó en 2011 la etapa del torero que, cosido a cornadas, mataba las corridas más duras y nació El Pirata, figura que ha trascendido el umbral de los ruedos como bandera –tibias y calavera– de la superación.
El doctor Carlos Val-Carreres, que entonces le salvó la vida, recibió como recompensa un capote de paseo bordado con la estampa de Martín de Porres, santo de cabecera y capilla de un matador cuyo tremendismo y desgarbo lo han convertido en agitador y animador del planeta de los toros. El arte lo pusieron ayer en el coso de la Misericordia Alejandro Talavante –que a toro pasado restó protagonismo al jerezano al anunciar su despedida– y José Mari Manzanares. Juan José Padilla, a lo suyo, centrado en su propia mitología y su dramaturgia populistas, puso el padillismo.
Camino de México se va un torero al que se le puede discutir su oficio, pero no su gallardía para seguir adelante, a menudo pespunteado con hilo de sutura y con las carnes entreabiertas, en una lección magistral sobre lo que representa –dentro y fuera de una plaza de toros, de primera o de segunda– la cultura del esfuerzo.