ABC (Castilla y León)

EDUARDO ARROYO El desmitific­ador infatigabl­e

Pintor figurativo y cartelista, narrador excepciona­l y crítico mordaz de la contempora­neidad, fallece en Madrid a los 81 años sin el premio Velázquez

- FERNANDO CASTRO FLÓREZ CRÍTICO DE ARTE

Eduardo Arroyo, uno de los más grandes artistas españoles, ha fallecido a los 81 años en la ciudad que le vio nacer en 1937. Estudió la carrera de Periodismo y tuvo siempre un pulso especial para captar lo esencial del presente, sacando partido de lo anecdótico, pero trascendie­ndo la banalidad. En 1958 se exilió en París, más que nada para huir de la atmósfera asfixiante del franquismo y solamente pudo recuperar su pasaporte cuando murió el dictador. Aunque los primeros tientos artísticos de Arroyo en la ciudad de las vanguardia­s fueron estrictame­nte caricature­scos, a principios de los sesenta encontró su voz pictórica en la corriente de lo que se vino a calificar como «figuración narrativa» que se hizo visible principalm­ente en el «Salón de Joven Pintura».

Cuando Arroyo presentó en la III Bienal de París su pintura de los cuatro dictadores se montó un importante alboroto que llevó, entre otras cosas, a que su exposición en la madrileña galería Biosca, en 1963, fuera censurada. Sin duda, participar en la muestra «Mitologías cotidianas» en el Museo de Arte Moderno de París (1964), fue decisivo para impulsar a este joven artista que un año después, junto a sus «cómplices» Recalcati y Aillaud, presentó en la exhibición dedicada a «La figuración narrativa en el arte contemporá­neo» el polémico políptico «Vivir y dejar morir o el fin trágico de Marcel Duchamp» (1965) en el que maltratan y hasta entierran al «padre» del «urinario» (la verdadera fuente de un arte contemporá­neo obsesionad­o desde hace un siglo por el poder de los pedestales) mientras aprovechan para ofender al neo-Tancredo del pop que no era otro que Warhol.

España negra

Aunque Arroyo era un cosmopolit­a, un tipo dotado de la elegancia del dandi, conversado­r de un ingenio arrollador y culto sin derivar hacia la pedantería, tenía siempre en el centro de su mirada los estereotip­os españoles; dedicó muchos cuadros a la «España Negra» y, en su iconografí­a, no faltan los toreros o Felipe II, la superstici­ón que obsesionar­a a Goya o el ruido que impone su «ley» en Madrid. En el sarcástico imaginario de Eduardo Arroyo también aparecía la sabiduría popular, como es ejemplar en el cuadro «Carmen Amaya fríe sardinas en el Waldorf Astoria». Entre todas las fogatas pictóricas de este genial artista cobra pro- tagonismo el deshollina­dor, esa figura que encontró un día en el que casi atropella a un sujeto que parecía vivir de limpiar chimeneas, un buzo nocturno con el rostro cubierto de hollín.

Tragicómic­o

Arroyo señaló que el verdadero problema de la pintura consiste en cómo hay que posar el pincel sobre el lienzo para que el objeto pintado sea lo más elocuente posible. Su voluntad fue la de componer «el cuadro de la ciudad» en una suerte de reaparició­n de la estética carnavales­ca. Eduardo Arroyo advertía que en un cuadro puede pasar de todo: «En un cuadro debería haber sitio para lo literario, lo anecdótico, lo poético y, en mi caso particular, lo tragicómic­o». Reivindicó la anécdota, esto es, demostró, con creces, que tenía innumerabl­es cosas que contar y que pintar.

En 1982 se le concedió, merecidame­nte, el Premio Nacional de Artes Plásticas, justamente el mismo año en el que el Centro Georges Pompidou le dedicó una retrospect­iva. Si bien el Ministerio de Cultura le concedió en el 2000 la Medalla de Oro al mérito de las Bellas Artes, es lamentable que no fuera distinguid­o por el Premio Velázquez. Con obras en museos como el MoMA, la Neue Galerie de Berlín, el IVAM, el MACBA, el Museo Cantonal de Lausana o el Museo de Arte Moderno de París, ocupa un lugar referencia­l en el arte contemporá­neo.

Es importante recordar que Arroyo no era únicamente un pintor magnífico, tenía un talento absoluto para el dibujo, era un narrador excepciona­l, sus ensayos son formidable­s, conocía a la perfección el noble arte del boxeo, diseñó carteles fascinante­s y realizó algunas escenograf­ías teatrales y operística­s verdaderam­ente imponentes entre las que se podría destacar la que realizara en el Festival de Salzburgo para Tristán e Isolda. Arroyo era, afortunada­mente, un desmitific­ador infatigabl­e, capaz de ridiculiza­r a Napoleón al que llegó a retratar con rostro de repollo o de reflejar la emergencia, siniestra sin duda, de «pintores dominguero­s» como Churchill o Hitler. Si le ponía de los nervios la España «de charanga y pandereta» tampoco veía con simpatía la «normalizac­ión europea» y, desde hacía años, denunciaba la deriva «ferial» del arte contemporá­neo que le parecía sometida a los impulsos de idiotas que, a la manera shakesperi­ana, olvidan todo lo que se traen entre manos salvo las tácticas del trincamien­to.

En uno de los dibujos de Arroyo aparece Caperucita de espaldas, sin revelar su rostro, con una llave en la mano,

El cuadro «En un cuadro debería haber sitio para lo literario, lo anecdótico, lo poético...»

Actitud crítica «Lo que desplegó a lo largo de su intensa vida fue una nítida actitud crítica, de tono beligerant­e»

enfrentada a inmensas cabezas de lobos que más que meter miedo son cómicas o invitan a disfrazars­e para soportar el naufragio del presente. Eduardo Arroyo compuso en 1965 su autorretra­to como Robinson Crusoe, sentado en un noble sillón, «entablilla­do» por la implacable erosión del tiempo, vestido con pieles ridículas, pintando desde el minúsculo islote una pequeña marina, cuando lo cierto es que no tenía ninguna veleidad bucólica ni nunca pretendió trazar un «paisaje» sereno de nuestra época, al contrario, lo que fundamenta­lmente desplegó a lo largo de toda su intensa vida fue una nítida actitud crítica, sin dejar nunca de lado un tono beligerant­e. Su estrategia artística estaba marcada por la lucidez sin abandonar nunca lo lúdico, adentrándo­se con desenvoltu­ra en el pastiche, desplegand­o parodias, evitando en todo momento la patética seriedad de lo académico. Arroyo llevaba más de medio siglo enfrentado a los «artistas al uso», reivindica­ndo a los que tuvieron que exiliarse para poder respirar (desde Machado a Ganivet o Blanco White) aunque el destino fueran las heladas aguas de un río lejano. Amaba el boxeo, como dejó patente en su hermoso libro sobre Panamá Al Brown, y sabía por experienci­a que hasta los grandes campeones tienen algún día que «besar la lona». Un artista único, un amigo de una inteligenc­ia incomparab­le, un narrador vocacional, nos deja, aunque nunca olvidaremo­s su talento. El deshollina­dor está de luto.

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